VALÈNCIA.-La risa que sale del bar La Espiga rompe el silencio en Castell de Cabres (el Baix Maestrat, Castellón). Son las doce del mediodía y la vida se agolpa en ese restaurante donde la tele siempre está encendida. Algunos vecinos toman una cerveza en un ritual que llena de vida esta pequeña aldea. También hay un par de turistas que están de paso. Fuera ,el silencio: un perro disfruta del sol después de tantos días de lluvia mientras Isabel enfila las escaleras para ir a casa. Es domingo y han venido unos familiares. Leo, su sobrino, corretea por el parque infantil y sube al columpio. No tiene que hacer cola porque es el único niño que hay en ese momento. Si hubiese eco su risa retumbaría por toda la Tinença de Benifassà.
El verano toca a su fin y con él regresa la rutina y la realidad de Castell de Cabres: tan solo viven seis personas —censadas hay dieciséis—. Echan en falta los tiempos en los que el pueblo estaba repleto de gente y el murmullo inundaba la plaza Mayor, pero son felices viviendo en el lugar que los vio nacer. «El sentimiento de pertenencia al pueblo es importante; somos hijos de esta tierra», comenta un vecino.
El ding dong de la puerta llama la atención de José Ramón Segura, propietario del bar. Su vida está detrás de una barra repleta de botellas, postales turísticas y una luz que otorga un aura especial al establecimiento. Conversa con unos ‘forasteros’ mientras Ángel, su hermano, le ayuda a montar las mesas de la comida y Javi y Xavi se van a sus respectivos hogares. Vicente hoy no ha venido porque está en una feria ganadera. Sin saberlo, los seis se han convertido en los supervivientes de una emigración masiva a las ciudades que empezó en la segunda mitad del siglo pasado y dejó muchos pueblos despoblados, como este. «No somos cromañones que no tenemos educación; somos pocos viviendo aquí pero tenemos cultura y nos ganamos la vida trabajando», se quejan al percatarse de que han venido periodistas a hacer un reportaje.
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Son tan pocos los vecinos, que la casa consistorial está cerrada —no como el bar— y llegar a ser alcalde aquí no es por vocación ni por carrera. Es por pertenencia: «Durante diecisiete años fui alcalde pero nunca sentí que lo fuera», comenta José Ramón mirando a la actual alcaldesa, Mª Pau Querol, que asiente con la cabeza. Tanto es así que el sistema de gobierno que rige Castell de Cabres es la Asamblea Vecinal —equivalente al pleno en el resto de municipios—, formada por la alcaldesa y todas las personas empadronadas mayores de edad, que con su voz y voto deciden sobre las cuestiones que afectan al pueblo. «Es la forma más democrática y participativa que tenemos para gestionarnos», comenta Mª Pau, quien resalta que en la Comunitat son pocos los municipios que han elegido esta forma de gobierno.
e despoblación, pero es una realidad que cada vez más afecta al territorio. Tanto es así que, según los datos del Institut Cartogràfic Valencià, las comarcas del interior tienen una densidad de población de 25 habitantes por kilómetro cuadrado frente a los casi 400 de las zonas costeras. Un problema al que se une el envejecimiento de la población: el 77% son adultos y ancianos. Así, en la Comunitat Valenciana el 25% de los municipios (136) estaría en riesgo de desaparecer al no superar los 500 habitantes. La más afectada es la provincia de Castellón pues el 46% de las localidades tiene una población inferior a esa cifra, mientras que en la provincia de Alicante el dato alcanza al 21% de los municipios y en Valencia suponen el 17%. En España afecta a 3.972 pueblos, según la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP).
Esta situación e remonta a la urbanización e industrialización acelerada que se ha producido en España desde 1959 y que provocó el gran éxodo rural de los años 60 y 70. «Lo que ha venido después ha sido un goteo a raíz de eso: la ciudad reclamaba mano de obra barata y esta estaba en el campo; mientras la gente se iba, no solo no quedaba trabajo en los pueblos que se iban quedando vacíos, sino que los servicios desaparecían en muchas localidades, lo que acarreaba más emigraciones», apunta Virginia Mendoza, autora de Quién te cerrará los ojos. Historias de arraigo y soledad en la España rural (Libros del K.O., 2017). Recalca que en algunos casos también se debió a la construcción de pantanos y a la plantación de pinos, donde «pueblos enteros fueron expropiados para tales fines».
Con tristeza, José Ramón recuerda cómo Castell de Cabres se iba despoblando a medida que él se hacía mayor, ya fuera porque las familias se marchaban o por el propio paso de la vida. Él también emprendió ese viaje a la gran ciudad. Primero a Barcelona y luego a Vinaròs, aunque siempre que podía regresaba los fines de semana a su pueblo. Ya fuera por el estrés, la contaminación o porque «allí siempre eres un forastero», a los treinta decidió regresar a Castell de Cabres: «Cuanto más grande es la urbe, mayores son los pros pero también lo son las obligaciones. Al haber nacido aquí todo eso ya lo conocía, no como en otros lugares». Y gracias a ese ímpetu por regresar decidió que la apertura del bar sería una iniciativa positiva para él y para la preservación del pueblo. «Pasaba mucha gente por esta carretera pero no se detenían porque no había ningún tipo de servicio. De haberlo existido, quizá, algunas de esas personas podrían ahora estar viviendo aquí», explica. «Tenía que probar porque no se perdía nada», añade.
* Este artículo se publicó originalmente en el número de octubre de la revista Plaza