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EL ESCRITOR MURCIANO MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ PRESENTA “EL DOLOR DE LOS DEMÁS” EN PYNCHON&CO

Miguel Ángel Hernández: "La violencia de género es difícil de erradicar porque nos posee como un virus"

11/06/2018 - 

ALICANTE. De monaguillo enamorado de Bach a lucir look combinado de gorra, gafas y luenga barba de lo más hipster. De tierno muchacho entrevistado por la televisión regional por ser amigo de un homicida, a reconstructor de la figura del monstruo y la víctima. De la huerta de Murcia al mundo gracias a una prosa honesta y decidida, construida a base de cincelar y eliminar lo superfluo, de ir al grano, incluso cuando se meten por enmedio los remordimientos y la memoria en forma de flujo discursivo.

Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977), profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia, ensayista en La so(m)bra de lo real, Robert Morris o Materializar el pasado, “dietarista” en Presente continuo: diario de una novela y Diario de Ithaca, novelista en Intento de escapada (Premio Ciudad Alcalá de Narrativa) y El instan­te de peligro (finalista del XXXIII Premio Herralde de Novela), se zambulle en la memoria personal y colectiva de uno de esos crímenes que hasta hace no mucho se etiquetaban como “de la España profunda”, pero que en realidad escondía el andamiaje de una mentalidad en proceso de cambio, la del “macho herido”, la del acta de posesión de las mujeres por los hombres de su entorno.

En la Nochebuena de 1995, el mejor amigo de Miguel Ángel Hernández asesinó a su hermana y se quitó la vida saltando por un barranco. La investigación se cerró con un culpable evidente y el crimen quedó para siempre en el olvido, dejando un monstruo más para el catálogo de la historia, pero evitando entrar en las profundidades del mal. Veinte años más tarde, tras una conversación con su colega Sergio del Molino, Hernández retoma la historia, su historia, para pasar cuentas, para recordar, para olvidar. El resultado es El dolor de los demás, publicada por Anagrama en este 2018, que el sábado 9 presenta en la librería alicantina Pynchon&Co.

─¿El dolor de los demás es un intento de empatizar con la víctima o con el monstruo?
 
—Es un intento de mirar de frente al monstruo –al otro radical, pero también al monstruo que todos llevamos dentro– y afrontar aquello que no puede ser comprendido de ninguna forma –lo más oscuro–, pero también de situarse, o al menos tratar de hacerlo, en el lado de la víctima, la persona a la que ha sido arrebatada de cuajo la vida. Atender a la parte de la víctima, pero sin volver a matarla, escapando de la tentación del morbo y la curiosidad malsana.
 
¿Por qué narrarse a uno mismo? ¿Te sientes inoculado por el virus de la autoficción?
 
—No es posible escribir sin escribirse. Toda escritura, en el fondo, es una escritura de uno mismo. Lo que ocurre es que, muchas veces, el yo queda fuera de campo, o debajo del texto. Pero, cuando miramos el mundo, nuestra sombra mancha aquello que percibimos. Por eso es muy difícil quitarse de en medio. Para mí es esencial comprender eso, saber que estoy en medio de las cosas y que solo puedo conocerlas a través de mi experiencia. Por eso en todo lo que escribo –y en particular en esta novela– el yo está presente, porque es el único sitio desde el cual puedo afrontar el mundo.

 
Sobre la autoficción habría mucho que hablar. Es una etiqueta que, como cualquier etiqueta, simplifica el alcance del texto. El dolor de los demás es una novela, con eso bastaría. Es cierto que el narrador coincide con el autor; quizá eso sea la parte que llamamos autoficción. Pero a mí me gusta más el término “novela autobiográfica”. Entre otras cosas porque lo que cuento ha sucedido. No es ficción. Es real. El término autoficción remite a unos juegos literarios que, al menos en esta novela –quizá sí en las dos anteriores–, no pretendo realizar.
 
─¿"La Huerta" puede ser un territorio mitológico, a la manera del condado de Yoknapatawpha de Faulkner?
 
—Esto es algo que me ha sorprendido de la lectura de la novela. Cuando yo escribía, simplemente me acercaba al territorio que me rodeaba, pero, al terminarla, me di cuenta de que, en cierto modo, la había convertido en un territorio literario –casi más que mitológico– e, incluso yo, comenzaba a mirar el paisaje de un modo distinto. Creo que todos los lugares son potencialmente literarios, al menos si en ellos se presentan unos conflictos que pueden ser entendidos más allá del contexto cercano, es decir, si en ellos opera una cierta universalidad. Creo que eso es una de las claves de la literatura, transformar lo íntimo y cercano en algo compartido y universal.
 
─Si toda estética es una ética, ¿qué caracteriza la prosa en que el MAH escritor interpela al MAH hermeneuta? ¿Qué mecanismos narrativos le hacen actuar como psicoanalista?
 
—Esa idea de ética y estética como ámbitos entrelazados no siempre está tan clara. Creo que son cosas diferentes, y, de hecho, en el arte no siempre van de la mano. La literatura no siempre tiene que ser ética o moral. Ni tampoco el escritor. Esto es peligroso porque nos quedaríamos con una literatura buenista que nos ofreciera sólo actos éticos. Creo que es algo más complejo. En lo que respecta a mi novela, la pregunta ética está presente, pero no hay una respuesta clara. Me pregunto por la legitimidad de escribir acerca de los otros, pero acabo escribiendo. Quizá lo verdaderamente ético habría sido no hacerlo, no escribir, dejar las cosas en paz. Pero remuevo el pasado, sabiendo incluso el daño que eso puede hacer a ciertas personas. ¿Es ético? ¿Es legítimo? ¿Es bueno? No está tan claro y es una pregunta que queda abierta. Las novelas no deben aspirar a cerrar nada, sino a abrir interrogantes. Es el lector el que, en cada caso, intentará responder a esas preguntas planteadas.
 
─A mediados de los 90 (una década que todavía no ha entrado en el juego revival, en la “recuperación acrítica”, andamos aún por los 80...) no existía la “violencia de género”, al menos como etiqueta, como sustantivación. ¿En cuántas violencias se encontraba enmascarada?
 
—Ni en los 90, ni antes, y todavía hoy hay contextos a los que no ha llegado o no se aplica del todo. Se ocultaba en la violencia incomprensible, en algo que sucedía en casos aislados, pero no una cuestión estructural, en algo que, como hoy sabemos, está más allá de lo individual. Es una violencia que está en las instituciones, en el lenguaje, en el sistema de relaciones, en todo lo que nos rodea, y que precisamente por eso es tan difícil de erradicar, porque nos posee como un virus. Es muy importante nombrarla, hacerla visible para poder identificarla.
 
─Si todo crimen es un enigma, ¿cómo se consigue narrar un enigma sin pretender resolverlo?
 
—La cuestión aquí sería: ¿qué es resolver un crimen? ¿saber quién es el asesino? ¿conocer los motivos? En este caso estaba claro que el asesino era mi amigo, y no podía hacerse ya nada porque se suicidó. Es inútil seguir investigando, al menos para la policía. Las preguntas que quedan en el aire ya no son preguntas policiales, están en el ámbito de lo humano. A mí me preocupaban al principio de la novela, pero poco a poco comienzo a pensar que lo realmente importante está en otro lado, o que eso no me va a llevar a nada. y que tampoco tengo derecho a saber.

 
─¿Se puede hacer autoficción con un 100% de ficción?  ¿Y viceversa?
 
—Creo que estas dos preguntas están respondidas. La autoficción necesita un poco de realidad. Que el autor y el narrador coincidan y que haya cierta realidad en el exterior que haga que en el lector se produzca un cierto anclaje en lo que se cuenta. Autoficción es introducirse como personaje en una narración, aprovechar algo de real, y a partir de ahí contar una historia. Es como un avatar en un videojuego. Un avatar que se parece a nosotros y con el cual jugamos. Autoficción sin ficción es autobiografía. Y creo que esta novela está más cerca de eso que de la autoficción. Porque, salvo alguna licencia literaria y ciertas concesiones a la narración, lo que se cuenta es real.
 
─Murcia pasa por ser una de las ciudades más hipsterizadas de España. ¿Ha influido eso para que personas como tú permanezcáis en ella, sin la necesidad de emigrar?
 
—No tenía yo esa sensación de hipsterización. Todo lo contrario. Aunque, no sé, supongo que desde fuera las cosas se ven siempre diferentes. Lo que sí que tiene Murcia es una actividad cultural constante para ser un lugar pequeño, y es un sitio muy agradable para vivir. Digamos que uno se siente muy a gusto, al menos en mi caso. También es cierto que, en ocasiones, es necesario salir para respirar. Es un buen lugar para regresar.
 
─Cerrando el círculo... ¿hasta qué punto podemos empatizar con el dolor de los demás?
 
—Es muy difícil, sobre todo en el mundo actual, donde vivimos centrados en lo propio y apenas miramos al otro. En el libro de Susan Sontag del que proviene el título de mi novela –Ante el dolor de los demás–, se sostiene que esa pérdida de empatía con el dolor del otro se debe a que ese otro está alejado como una imagen y nunca nos toca. Creo que hoy es necesario sentir al otro como un prójimo para poder empatizar con su dolor. Es el único modo de sentir compasión, experimentar ese dolor intentando ponerse por un momento en el lugar del otro. Y eso sólo es posible si el otro deja de ser un otro lejano y se convierte en alguien sobre el que proyectamos la cercanía.

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