Candaya publica esta colección de relatos de la escritora boliviana, doctora en literatura hispanoamericana y artífice de historias brillantes y terriblemente oscuras
VALÈNCIA. Está ahí, como una posibilidad, como una constante, como la constante cosmológica o como una corriente eléctrica que no vemos pero que sabemos que existe y que nos acompaña en forma de intensidad moderada, pero que es capaz de cambiar en un instante su naturaleza y desencadenar —bajo ciertas circunstancias—, una catástrofe concentrada, de corto alcance; un giro al relato vital que se produce con un restallido como un latigazo, y después, parálisis, contracciones espantosas de las extremidades, de los músculos faciales, quemaduras externas e internas, y al poco, oscuridad. Dentro, y fuera de uno. Un apagón. Alguien en otra planta se preguntará qué ha pasado, por qué se ha ido la luz. ¿Será un aviso del gran apagón que nos dicen, llegará tarde o temprano? De nuevo la corriente del horror: esa persona en ese piso ajeno a la catástrofe individual pensará que vive en el consuelo de una rutina no demasiado buena, pero tampoco demasiado mala.
En realidad se encuentra a un solo error del chasquido letal, y ese error ni siquiera tiene por qué ser necesariamente suyo. Vivir en comunidades de millones de congéneres es así: por un lado nos permitió ganarle la partida a nuestros primos menos dados a formar grandes familias gracias al factor número, y por otro, bueno, lo que ya sabemos. Esa corriente o ese campo, atendiendo a uno de los conceptos más fascinantes de la física, es ubicuo, y cuando se estimula, genera fenómenos. No podemos librarnos del campo del horror porque para ello tendríamos que cancelar la suscripción a la vida. El horror súbito no es un fenómeno exclusivamente humano: basta con ver los ojos de un animal cuando es atrapado por un depredador, o de ese depredador cuando cae en manos humanas. Sea como sea, está ahí. Ahora mismo, mientras esto se escribe desde el pasado y se lee en el presente previamente futuro, el campo del horror nos envuelve.
La escritora boliviana Giovanna Rivero, doctora en literatura hispanoamericana y residente en Lake Mary (EEUU), ha publicado en Candaya Tierra fresca de su tumba, una colección de relatos de tremenda calidad que pulsan este campo y extraen de él toda la belleza que paradójicamente, o no tanto, es capaz de ofrecer. Seis historias que alcanzan a ser profundamente inquietantes, cuando no perturbadoras, pero que al mismo tiempo se leen de un modo apacible, pacífico. Cálido. Esto se consigue gracias al grandísimo talento de la escritora, que puede estar contándonos un naufragio y una merienda posterior, y que lo que genere inquietud sea la merienda y no el naufragio, o bien unas vacaciones en familia en compañía de una tía instalada en la frontera de la locura en que un símbolo de lo maternal se convierte en algo repugnante y reconfortante a la vez, o un cuento de las colonias japonesas que hibrida culturas y tradiciones fantásticas y que serpentea hacia la tierra como un reptil origami, mientras leemos y pensamos que querríamos estar también en esa casa, y en ese patio.
El estilo de Rivero para contar todo esto es también sobrenatural: “¡De chile rojo, mi capitán!, jugaba por unos minutos el muchacho. Porque no era más que eso, un muchacho, un niño con huellas de pubertad en las costillas ahora descarnadas. Lo blanco del ojo teñido por el veneno que sin saberlo había ingerido de las vísceras de la gaviota confirmaba su vocación de muerto. Elías Coronado había estado muerto desde el comienzo, desde el día en que se enroló en la compañía de tiburoneros. Quizás era más bien él quien había arrastrado a Amador hacia ese destino, al mar infinito de los muertos. Quizás era él el anzuelo y Amador solo se había dejado llevar del hocico a un infierno sorprendente, una transfiguración líquida del fuego, una broma de muy mal gusto”. Bueno, por dónde empezar. Es sencillamente un párrafo perfecto. No se podría haber escrito mejor.
Los relatos de Tierra fresca de su tumba son para leerlos y releerlos, por lo especiales que son y porque albergan portales, accesos que llevan a pasadizos que comunican con los otros relatos que componen el libro: uno puede abrirse en la palabra menonita, otro con Manitoba, otro con mandrágora, en un iris permanentemente dilatado, como el de Bowie, o en una pupila sospechosamente anómala. La enfermedad se encuentra en una página y se encuentra en otra, también la figura de la tía, a la que tanto partido sabe sacar Rivero, y por supuesto la tierra: en esta colección la tierra no es un acceso, sino un contexto, un marco. Un sustrato, cómo no. La tierra puede llegar a saborearse, de tan presente que está. El libro es terroso y telúrico desde el principio al final, su olor y sabor nos acompaña en todo momento, de hecho se nos invita a probarla, sabe a mineral, por eso los desahuciados de la casa del hoy se la llevan a la boca para saciar su apetito más elemental, como esos animales que chupan ciertas piedras para obtener el aporte de sales que les permita seguir respirando.
La tierra: “Los huevos son de víbora coral. Ni la empleada que limpia los pisos ni la señora Keiko se atreven a romperlos para exterminar esos engendros. Tendría que mandárselos de vuelta a la guaraya Braulia antes de que la maldad avance en su hogar como una onda expansiva de pólvora y veneno. El señor Sugiyama también es responsable, pero el señor Sugiyama no hará nada y nunca le dirá dónde vive esa mujer, la guaraya”. Rivero, además, es maestra en el tempo del relato, sabe con exactitud cuándo y cómo deslizar las revelaciones que nos atrapan y nos impiden salir de la historia en esta época de distracciones, y lo hace sin fuegos artificiales, sin trucos, sin lugares comunes, solo con una idea absolutamente clara de lo que es escribir bien, muy, muy, muy bien.