La pasada semana hablaba con un colega sobre unas sospechas de presunta corrupción por adjudicaciones de contratos que afectan a un gobierno municipal del PP, y me sorprendió su comentario: “A mí el que me preocupa de verdad es el hermano de Ximo Puig y el caso Azud”, espetó dispersando la atención hacia otro flanco. Al día siguiente, en un programa de televisión en el que participé, cuando el moderador, mi amigo Andrés Maestre planteó el mismo asunto que yo había servido un día antes, uno de los tertulianos repitió que eso era moco de pavo y que lo que de verdad debería criticarse era el caso de los contratos del hermano de Ximo Puig; poca gente conoce ni tan siquiera su nombre, pero todos sabemos que comparte rama en el árbol genealógico con el President de la Generalitat Valenciana.
El caso de Francis Puig, que así se llama, se ha convertido en una especie de comodín en la baraja del juego político; la carta, que en el tablero te libra de la casilla de la corrupción. Es el ‘y tú más’ formateado y adaptado a los tiempos modernos. Como los otros también tienen lo suyo, nosotros estamos exentos de la culpa. Para su desgracia, toda mancha o sospecha de cohecho envenena nuestro sistema, sea el del hermano de Ximo Puig, el de la prima, o el del mejor amigo del dirigente de turno. No es tan difícil, es de primero de Barrio Sésamo, hay cosas que están mal independientemente de la afinidad política que tengamos con su autor.
El problema es que ciertas mentes están demasiado ideologizadas como para darse cuenta de ello y entrar a valorar la realidad desde la ética; piensan condicionados por los posicionamientos dogmáticos. “Las ideologías suplantan a las creencias reduciendo todo a política, transformándola en religión y la militancia en devoción”, escribió el filósofo Higinio Marín en su artículo Ideales e ideologías políticas publicado en El Debate. Soy de los que piensa que es más importante tener unos principios firmes antes que un ideario; eso te permite juzgar de forma independiente a todo el que utiliza deshonestamente las instituciones como lo que son: unos chorizos.
Para desgracia de la justicia moral los dirigentes se aprovechan del borreguismo de las masas para tener tarifa plana en sus caprichos. Un caso que representa a la perfección el blanqueamiento al que somete el hooliganismo a la corrupción es el del FC Barcelona y el caso Negreira. Existe la oscura sospecha de que el conjunto culé sobornó al vicepresidente del comité arbitral y sin embargo está calando el relato en la caverna blaugrana de que todo es una cacería de brujas emprendida por los vikingos del Real Madrid. Si la conciencia colectiva de nuestro país estuviese higienizada de lo anti-estético, los primeros en resignarse a que su equipo bajase a segunda serían los aficionados del Barcelona, sin embargo, respaldan a la directiva y consideran deshonestos a todos los demás.
He puesto el ejemplo futbolístico, porque esa ideologización ha generado que dejemos de ser ciudadanos independientes y pasemos a ser militantes programados de un determinado partido político. Es más, estoy por apostar que habrá afiliados a formaciones con más actitud crítica que muchas personas sin carnet; el problema viene cuando esos profesionales fanatizados son periodistas y dejan de auditar a los políticos coaccionados por sus filias.
Creo que el socialismo puede revalidar la presidencia pese al hermano de Ximo Puig y Azud; la sociedad valenciana está curada de espanto con la corrupción porque no olvidan los años de desenfreno del Partido Popular en la época de Zaplana y Camps. Muchos electores recibirán con escepticismo los aires renovadores del PP, se preguntarán: ¿de verdad nos van a liberar los que han hecho lo mismo o peor que los que están ahora? Nos hemos acostumbrado a la corrupción, quizá por eso ya no tenga el efecto devastador en las encuestas que tenían antaño. De hecho me atrevo a pronosticar que si los españoles no estuviésemos inmunizados contra ella a lo mejor habríamos enviado hace ya tiempo al ostracismo a los partidos tradicionales; algo huele a podrido en Dinamarca, exclamó Hamlet.
No son ellos, somos nosotros, nuestro problema como sociedad es estructural porque hemos apostatado de unos ideales y adoramos las ideologías. Ya no hay un régimen liberal y nos hemos transformado, como esboza Lluís Orriols, en una Democracia de trincheras (Península).
Estoy aliviado, lo bueno de ser hijo único es que nunca estaré bajo sospecha por otorgar contratos a mí hermano. Gracias, Papá y Mamá.
La magistrada apunta a irregularidades administrativas y al desequilibrio en la distribución del dinero, pero no aprecia ilícito penal