Seguro que no lo han leído en ninguna parte, pero uno de los grandes equipos de la Liga de fútbol ha fichado a un jugador que se llama Romeo. Desconozco la demarcación que ocupa en el once titular (siempre había querido escribir una frase tan técnica). El caso es que en uno de los medios de comunicación deportivos se les ocurrió titular con el monólogo de Hamlet, aprovechando la coincidencia de que Romeo es uno de los protagonistas más conocidos de Shakespeare. Ya, ya sé. Nada que ver, más allá del autor. Pero el ser o no ser del príncipe danés es muy socorrido. La mecha de la duda shakespeariana prendió enseguida en las redes sociales, donde comenzaron a aparecer mensajes y memes en los que se jugaba con la dualidad existencial. De repente, se ha extendido a toda la sociedad y por las calles no oyes otra cosa más que el jueguecito de palabras y de marras. Esta noche he estallado, he regañado a un amigo por hacerlo y he pensado en componer este vals sobre el asunto. En compás de tres por cuatro, naturalmente. El problema es que lo he hecho en medio de un sueño. Nada era real. Pero a mí me da la medida de cómo anda mi salud mental.
He llegado a la conclusión de que mi obsesión se cimenta en que llevo días pensando en qué podría llenar esta columna. Temas jugosos hay, por supuesto. Por ejemplo. Habrán visto el video de la muchacha canaria que le pide a su madre 50.000 euros por un supuesto soborno, representado con una venda en los ojos, una mancha roja en los labios y un cuchillo que se afila en el gaznate de la presunta víctima. No solo todo es más falso que mi primer párrafo, sino que además, la Guardia Civil capturó a la joven en menos de 24 horas, mientras se dejaba unas monedas en una máquina tragaperras en lo que parecía ser una casa de apuestas. He leído después que la presunta rehén estaba sometida a ritos santeros, lo cual me parece un giro de guion demasiado retorcido para una historia que da bien para un relato corto. Me sobra con el arranque en el móvil de la madre y un fundido en negro sobre el primer plano de su inmensa tristeza al descubrir el pastel.
Pero lo que lastraba mi aterrizaje en este tercer párrafo no era la búsqueda, sino la omisión. Los periodistas llevamos tres años metiendo miedo. No sin cierta parte de razón, porque atravesamos turbulencias históricas de dimensiones homéricas. La guerra, la inflación, el cambio climático y el estado general de las cosas no ayudan, tampoco. Pero desde que la nada dobla la esquina en agosto, no hemos hecho otra cosa que alertar sobre lo que se avecina el próximo otoño, como si leyéramos vísceras de pato frente al emperador. Así que me alineo con quien, como Julia Otero, defiende que metamos una marcha menos y disfrutemos del camino con las ventanillas bajadas. Ya nos preocuparemos del caos cuando tengamos pruebas de que existe. Diluyamos los malos augurios. Después de estos tres años de apocalipsis, nos merecemos una aburrida rutina. Vivan al día. Consuman ficción. Y no citen a Hamlet, por favor.