Franco es más actual que la niña de Ana Obregón. Sigue vivo a los casi cincuenta años de su muerte. Qué sería del Gobierno sin el comodín del dictador. Con Franco intenta tapar su gestión desastrosa.
Fue uno de los últimos días de mis vacaciones inmerecidas. Por la noche, antes de dormirme reparé en que no había oído, leído ni visto nada sobre Francisco Franco Bahamonde, ese personaje de extraordinaria actualidad. Sentí un no sé qué, un cosquilleo, como si me faltara algo. Somos animales de costumbres. Franco, lo queramos o no, pertenece a nuestras vidas.
En la cama repasé lo que el día había dado de sí. Muy poco, la verdad. Por un momento pensé que Franco, en su infinita misericordia, seguía allí, como una enorme sombra que tapa lo que otros no quieren que veamos: la monstruosa crisis de país que padecemos. Pero ese día ningún medio del Régimen había sacado a pasear a la momia de El Pardo. ¿Qué les había pasado? ¿Se habían relajado? ¿No les conviene que siga habiendo tensión entre los españoles, como pedía aquel presidente de cejas circunflejas?
Se lo perdonamos porque un mal día lo tiene cualquiera. No podemos vivir sin Franco, Franco, Franco. Es la metadona informativa que todo yonqui de la actualidad necesita. Cada mañana, al despertar se nos hace la boca agua pensando en la papelina que nos suministrarán para ponernos ciegos de olvido y estupidez. Agradecemos a nuestro Gobierno benefactor que nos la sirva en cantidades industriales.
Franco da mucho de sí; es como esos chicles que se estiran y estiran. Sirve para un roto y para un descosido; nos distrae para no pensar en las correrías de ‘Tito Berni’ y en los beneficios concedidos a mil agresores sexuales. Gracias a Franquito el Cuquito, como así le llamaban algunos compañeros participantes en el golpe definitivo contra la República (el anterior fue en 1934), pasamos por alto la deuda pública, el paro encubierto y la catarata de cierres de pequeños comercios.
“Franco nos distrae de las correrías de ‘Tito Berni’ y de los beneficios para mil agresores sexuales”
Pese a ser un dictador asesino, tal como sostienen sus detractores, antifranquistas sobrevenidos del año 2023, deberíamos estarle agradecidos. Franco nos endulza una vida gris y mortecina, nos suaviza las aristas de la existencia. Lo saben los niños de preescolar, que antes de aprender a leer y escribir tienen claro que el abu Franco fue requetemalo, y lo saben los jubilados, a quienes la derecha, la derecha extrema y la extrema derecha les quieren quitar las pensiones, como nos cansaremos de oír en esta larguísima campaña electoral.
Por lo demás, Franco, que pronto cumplirá sus primeros cincuenta años de muerto, sigue dando de comer a mucha gente, principalmente a historiadores oficialistas como Paul Preston (¡qué bonita su hagiografía sobre Juan Carlos I!), Julián Casanova y el inefable Ángel Viñas. Qué sería de estos prohombres de las letras sin el comodín franquista. Franco es para ellos lo que García Lorca para Ian Gibson, un modus vivendi para pagar las facturas del chalé y los copazos del fin de semana. Dicho de otra manera, una matraca para sus lectores, un tostonazo.
El riesgo de acabar en Picassent
Vivimos en un país libre y democrático. Nunca me atrevería a defender al Caudillo (a Franco, no al que vino muchos años después), entre otras razones porque acabaría en Picassent. Y eso que he dado clases en un pueblo donde el único instituto que hay lo mandó construir él. Después, la nada. En fin, también esto carece de importancia, como casi todo. Lo único bueno que cabe decir del general es que nació en Ferrol, la cuna política de la vicepresidenta Yolanda Gucci, estrella efímera de la extrema izquierda capitalista.
Por suerte, al día siguiente todo volvió a ser igual. Nada había cambiado. Después de una jornada de descanso, Franco representaba de nuevo el papel de coco que asusta a los niños catalanes. Un señor muy orondo y muy tostado, de nombre Joan Laporta, lo trajo a colación para tapar las vergüenzas de su club de fútbol.
Al despertar, Franco, como el dinosaurio de Monterroso, todavía seguía allí.
Templos vacíos, escasez de vocaciones, mínima influencia en la sociedad… La Iglesia católica vive un declive acelerado. En España sus jefecillos, preocupados con no perder el dinero público, se pliegan al poder. Dicen amén a la exhumación de Franco —al que tanto deben— y bendicen las barrabasadas del nacionalismo vasco y catalán