ALICANTE. Leer, leer, leer, escribir, leer, escribir, escribir, verbos que se conjugan con vicio, con el convencimiento de una trascendencia que no siempre ratifica la realidad editorial. En el caso de Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971), el camino desde el aprendizaje de la escritura de un ingeniero, por el mecanismo inmersivo de la lectura, ha dado como resultado una sólida carrera hacia el canon, hacia un canon, pero no ciertamente hacia la canonización. Halfon es huidizo a su pesar, migrante obligado por fuerzas tan grandes como la violencia. Transita como un flâneur literario por los entresijos de su memoria familiar y afectiva, picotea aquí y allá y vampiriza su legado cultural para construir una de las más sólidas trayectorias literarias de la actualidad.
Escribía Alberto Manguel en La biblioteca de noche que “los que me visitan me preguntan con frecuencia si he leído todos mis libros; generalmente contesto que, sin duda, los he abierto todos. Lo cierto es que, para ser útil, una biblioteca no necesita ser leída en su totalidad: a todo lector le conviene un equilibrio razonable entre el conocimiento y la ignorancia, entre el recuerdo y el olvido”.
Y como un equilibrista entre el recuerdo y el olvido, Halfon ha reunido seis crónica literarias y personales de su relación con su entorno, con su país de nacimiento, con el lenguaje, con los libros, y los ha empaquetado junto a Víctor Gomollón, editor de la zaragozana Jekyll & Jill, en un garboso volumen envuelto en una camisa a todo color, desde la que nos mira socarrón el guardaespaldas de Mario Sandoval Alarcón, fundador del Movimiento de Liberación Nacional y padrino de los escuadrones de la muerte, fotografiado en plena campaña electoral de 1981, por la reportera gráfica Jean-Marie Simon.
En una conversación off-line/on-line transatlántica, Alicante-Nebraska, Eduardo Halfon nos habla de ficción, de memoria, de autores, escritores, editores y lectores. Algunas de las preguntas de este cuestionario son sugerencias del lector, filólogo y profesor de literatura Rafa Teruel (Puente de Génave, 1970)
—¿Dónde se encuentran las influencias de Eduardo Halfon? ¿Cual es su filiación literaria? ¿Qué lees, qué escuchas, qué ves que luego se vierta en tus escritos?
—Las influencias son fuerzas, decía Raymond Carver, irresistibles como la marea. En mis primeros libros, en Saturno, en El ángel literario, incluso en De cabo roto, es evidente que lo que me estaba influenciando era mis lecturas. Tanto como lector —actividad en la que estaba muy entusiasmado, hasta un tanto enloquecido—, como por mi condición en aquel momento de profesor de literatura. Todo eso se iba metiendo en mi obra. Pero luego hubo un cambio. En 2007 me marché de Guatemala, a España. Renuncié a Guatemala, renuncié también a la docencia, y empecé a dedicarme sólo a escribir. Surge entonces El boxeador polaco, un libro que más que beber de influencias literarias empieza a beber de las influencias vivenciales. Es ya mi vida la que va marcando lo que escribo. Y digo mi vida muy ampliamente. Desde entonces, en esta última década, todos mis libros y cuentos y aun ensayos han sido producto de experiencias vivenciales. Una conversación con mi padre, algún viaje, recuerdos de la infancia, el nacimiento de mi hijo. No estoy retratando mi vida en mi obra. No estoy escribiendo mis memorias ni mi autobiografía. Sino que hay chispas de mi vida diaria que irresistiblemente me mueven a escribir. Las influencias, por tanto, ya son más vivenciales que literarias. Al menos por ahora.
—Pre-Textos, Fulgencio Pimentel, Libros del Asteroide, Jekyll&Jill, Páginas de Espuma, Alfaguara, Anagrama, AMG... ¿hay como un anhelo de libertad en esta dispersión bibliográfica?
—No sé si es un anhelo de libertad. No lo planifiqué así. Nunca fue mi intención buscar tantas editoriales distintas. De hecho, al mirar una estantería, me gusta cuando son iguales todos los lomos de los libros de un autor. Es muy agradable, como lector y comprador de libros, entender el conjunto de un autor como una obra única, visualmente. Pero en mi caso no se dio así. Quizás hay una razón: no creo en el matrimonio entre escritor y editor, entre autor y editorial, sino más bien en el matrimonio entre manuscrito y editorial. Cada manuscrito necesita su propia casa. Yo tengo libros muy particulares que requieren a un editor que sepa presentarlos y mimarlos de una manera bastante especial. Saturno, por ejemplo, es un libro breve y extraño que necesitaba un Jekyll & Jill, donde supieron darle a ese texto la presentación que requería: el diseño de la cubierta, las dimensiones del libro, etcétera. El ángel literario, publicado en 2004 por Anagrama, es un libro muy literario, metaliterario, híbrido de géneros, muy en la línea editorial de Anagrama, al menos la Anagrama de aquel entonces. No es un anhelo por la libertad del autor, entonces, sino un anhelo por la libertad del manuscrito. Hay que buscarle a cada manuscrito su mejor casa, su lugar en el mundo.
—¿Para cuándo subir un ocho mil narrativo, una novela larga? ¿O todo lo publicado hasta ahora se puede considerar capítulos de una gran novela?
—Nada les gustaría más a mis editores que una novela larga. Es lo que se vende. Es lo que los editores y libreros quieren. Incluso es lo que los lectores quieren; lectores de novela larga, épica, que valga los quince o veinte euros que han pagado por ella. Pero ese no soy yo. Yo soy un escritor de distancia corta. Me siento muy cómodo en lo breve, en historia cortas, ya sean estas de un folio o de cien. Duelo, por ejemplo, es para mí un cuento de cien páginas, para ser leído de una sentada, con esa intensidad de lectura. Y la verdad es que, mientras estoy escribiendo, poco me importa lo que quieran vender los libreros y los editores. Yo tengo que escribir lo que tengo que escribir, no lo que se tiene que vender. Pero sí, si juntas mis libros, si reúnes y ensamblas todos esos pequeños libros, la suma es un solo libro. No me atrevo a decir una sola novela, o capítulos de una sola novela, porque la idea de novela es otra. Tal vez una novela episódica, fragmentaria, de las andanzas de un mismo narrador. Pero sí es un solo libro el que estoy escribiendo, y lo voy publicando por entregas, sin planificación, sin saber hacia dónde va, ni qué historia va a crecer, ni qué personaje me visitará de nuevo, de cuándo terminará o terminaré.
—¿En algún momento habrá un Halfon utilizando el inglés como lengua literaria? ¿Sería el mismo Halfon que en castellano?
—El inglés siempre está muy presente cuando escribo. Muchas veces sé lo que quiero decir en inglés y debo buscar las palabras para decirlo en español. Pasé mi infancia y adolescencia en Estados Unidos. Estudié ingeniería en Estados Unidos, antes de volver finalmente a Guatemala. Ahora estoy de vuelta en Estados Unidos: desde hace ocho años vivo en Nebraska, vivo nuevamente en inglés. Mi lengua literaria, no obstante, es el español. Sólo escribo en inglés si alguien me lo solicita. Por ejemplo, “Mejor no andar hablando demasiado”, el texto que cierra Biblioteca bizarra, es una crónica que me fue solicitada en inglés, la escribí en inglés, y después, para el libro, yo mismo la traduje al español, modificándola un poco, tomándome algunas libertades, no sólo con la historia sino también con el lenguaje. Pero incluso ahora, viviendo aquí en Estados Unidos, sigo escribiendo únicamente en español. Aunque escriba sobre experiencias en Estados Unidos, sigo escribiéndolas en español. No sé por qué. Tal vez porque es la lengua de mi infancia.
—¿Parte de tu obra se puede enmarcar dentro de la “literatura del lager”, a la manera en que lo es parte de la obra de Sebald, por ejemplo?
—Lo primero que se me viene a la mente cuando leo “literatura del lager” es literatura que sucede dentro del campo de concentración, dentro del lager, y en mi caso no es así. En mi obra nunca llega el lager. Aunque siempre está ahí, rondando, como una especie de fantasma. Estoy escribiendo sobre los campos de concentración nazi debido a mi abuelo polaco. Esa es mi herencia, mi obligación. Pero nunca he escrito desde adentro del lager. No soy quien para escribir sobre un campo de concentración nazi, sobre ese sufrimiento humano que experimentó mi abuelo. Pero sí puedo escribir sobre el lager en la distancia, a través de mi abuelo, desde el punto de vista de un nieto que ve ese lager con la mirada de su abuelo. Esto es algo que tenía muy presente cuando escribí el cuento El boxeador polaco. Durante años llevaba ese cuento metido en la bolsa, pero no sabía cómo contarlo, o quizás me daba miedo contarlo. Tardé mucho tiempo en lograr escribir ese cuento de apenas diez folios, y en parte creo que fue porque no quería escribir dentro de un lugar que yo no conocí personalmente. Resolví el cuento apropiándome de la mirada de la experiencia ajena, de la experiencia de mi abuelo, y entendiendo que en el fondo no era un cuento sobre el lager. No es literatura del lager, sino de algo más profundo y rabioso y universal.
—Obras como Signor Hoffman, Monasterio o Duelo, ¿crees que pueden ser lecturas para alumnos de 4o de la ESO o Bachillerato, 15, 16 o 17 años, obras para seducir en la lectura?
—Aunque breves, no son libros fáciles, no son obras cerradas que se autoexplican. Son obras que requieren una lectura muy atenta, de un lector muy participativo, y creo que en eso reside su clave. Hay lectores pasivos que quieren que les des la historia, que se las cierres, que se las expliques, que se las sirvas sólo para comérsela mientras vuelan a la Riviera Francesa o a Cancún. Pero en mi caso no es así. Creo que tiene que ver con que soy en esencia un cuentista, que escribo con la intencionalidad de un cuentista. El cuento funciona en un plano más cercano a la poesía que a la novela. Hay algo que un lector debe sentir en el cuento, más que pensar o descifrar. Signor Hoffman, Monasterio, Duelo, Saturno, Biblioteca bizarra, requieren de un lector muy atento, muy participativo, tenga 15 ó 40 años. No es tanto la edad como el tipo de lector, su disposición. Si el lector joven o de bachillerato llega a entender esto, si su profesor logra inculcárselo, la literatura puede ser una experiencia muy enriquecedora. Y el lector entonces se vuelve mi cómplice, mi socio, y vamos escribiendo juntos.
“Les dicen los desechables porque ya no sirven para nada. Yo los conocí mi última tarde en Bogotá, en una localidad industrial llamada Puente Aranda, bajo una llovizna etérea, casi invisible, que ni siquiera mojaba”, así empieza el segundo de los seis textos que forman Biblioteca Bizarra, el volumen de Halfon editado por la editorial Jekyll & Jill, Los desechables, originariamente publicado en el libro Bogotá contada 4, por el Instituto Distrital de las Artes, en 2017. Doce páginas y una fotografía de grupo con los “desechables”, entre los cuales no sabemos identificar al preguntador con alma de entrevistador, el lanzador de las preguntas que Eduardo Halfon intenta responder a continuación, en diferido, tiempo después de haberlas intercalado en el relato, interpelaciones a bocajarro.
(Extraídas del texto Los desechables):
—¿Qué cosa podría decirme usted hoy, como escritor, para ayudarme?
—No crea en la certeza. No crea que toda decisión es definitiva. No me crea nada.
—¿Escribir, para usted, es como rezar?
—No, escribir es mucho más religioso.
—¿Usted cree que consumir drogas puede ayudar a un escritor?
—No, si quiere escribir mejor. Sí, si quiere mejor sexo.
—¿Y usted a quien honra cuando escribe?
—Al lenguaje, nada más.
—Si usted no tuviera comida, ni dinero, ni casa, ¿seguiría escribiendo?
—Sí, pero por las noches, al volver de mi trabajo como ingeniero.
—¿Cuál diría usted que es su infierno?
—Mi propia mente. Ahí me construyo y destruyo a mí mismo.
—¿Cree usted que se puede escribir honestamente de la muerte de un hombre si nunca se ha visto a un hombre morir?
—Honestamente, no. Literariamente, sí. No es lo mismo. La honestidad de la literatura reside en saber mentir hasta que ya nadie recuerde y a ni le importe que aquello que has escrito es una mentira. Y un hombre muerto en la página, entonces, se convierte en mucho más que un hombre muerto.