SED BUENAS Y LEED  

Domingo Villar y Leo Caldas, diez años después: ‘El último barco’

22/06/2019 - 

ALICANTE. En el debate entre ocio y cultura, bastante anterior a la aparición del audiovisual, el componente utilitarista de las obras literarias, en beneficio de la diversión, siempre ha sido visto con no muy buenos ojos, menospreciando la crítica habitualmente todas aquellas novelas que tenían como principal objetivo hacer pasar un buen rato a las lectoras (y a los lectores, pero aquí, menos que nunca, es gratuito el juego con el género y los absolutos). Como venganza, los géneros, en principio minoritarios dentro el corpus literario global, aunque no deja de haber alguna corriente teórica que considera que todo es género, le han dado la vuelta a la tortilla, ocupando con descaro la casi totalidad del espacio reservado al ocio, pero también entrando de lleno en campo de la narrativa sin adjetivos.

De entre todos estos géneros, el de la novela criminal se ha convertido, sin duda, en hegemónico, ¿qué municipio mayor de 5.000 habitantes no quiere tener su Festival de Novela Negrocriminal? Se trata de eventos que aseguran salirse de los cánones de las celebraciones puramente literarias, endogámicas y tristes desde la perspectiva de los gestores culturales, y ofrece un abanico amplísimo de actividades suplementarias: gastronomía negra, senderismo negro, le pones negro detrás a cualquier rutina cotidiana, y se ilumina de manera culturalmente fosforescente, si se me permite la contradicción terminológica. Como también es amplio el abanico de subgéneros que se van desarrollando desde el núcleo original, basado fundamentalmente en tres elementos: un conflicto, un personaje principal que empatiza de manera positiva o negativa con el lector, creando un vínculo indisoluble durante todo el trayecto narrativo, y el modelo de resolución del conflicto, desde la ingenuidad de la escuela británica y su whodunit, a las nuevas derivadas sociopolíticas del criminal escandinavo y mediterráneo, pasando por la consagración del género, con el hard-boiled norteamericano y su deriva polar francesa o el thriller, como popularización masiva de una estructura narrativa que genera adicción más allá de la afición por la lectura.

Publicar una novela criminal ahora mismo parece una tarea relativamente sencilla, hay editoriales especializadas, colecciones potentes en editoriales de primer orden, producto interior, producto exterior, cantidad y, a veces, calidad. Por eso, cuando un autor como Domingo Villar (Vigo, 1971), escritor gallego en lengua gallega afincado en Madrid, después de un debut soberbio en 2006 con Ojos de agua (Siruela en la versión castellana, Galaxia en su versión gallega, Ollos de auga: Villar ha tomado por costumbre publicar casi en paralelo las dos versiones de sus obras), de una confirmación de control absoluto de las herramientas del género en La playa de los ahogados (Siruela, 2009; A praia dos afogados, Galaxia, 2009), se pasa 10 años rumiando la siguiente peripecia del inspector Leo Caldas y su subalterno Rafael Estévez, se tiene la sospecha de que el resultado no va a dejar indiferente: El último barco (Siruela, 2019; O último barco, Galaxia, 2019).

Fotograma d ela película basada en su anterior novela: 'La playa de los ahogados'

No deja indiferente el tamaño, después del salto desde la distancia corta de Ojos de agua al largo recorrido de La playa de los ahogados, Villar reincide con 700 páginas que auguran largas sesiones de lectura estival. No deja indiferente el guiño grupal, el encaste en una tradición a través de la complicidad: Villar encabeza cada capítulo con una entrada (real) del diccionario de la Real Academia de la Lengua Española en la versión castellana, de otras fuentes lexicográficas (reales) o de elaboración propia (¿reales?), emparentándose de manera evidente con el comisario Jaritos del griego Petros Markaris. A pesar de la vinculación atlántica de gran parte del imaginario galaico, Villar no mira hacia las Islas Británicas como referente, sino hacia el Mediterráneo. No deja indiferente la vinculación total y absoluta a un mapa y un territorio, la Ría de Vigo, constante y presente “como un personaje más” (los clichés del género policial se trasladan también a la crítica sobre el género policial): Vigo, Cangas, Tirán, Moaña, las Islas Cíes, la casi no frontera con el algo más que vecino Portugal, Caldas, Estévez, Barcia, Cope y la desaparecida Mónica Andrade transitan rincones desconocidos en la presencia constante del horizonte diario, casi a tocar de la mano, pero sobre los que apenas hay recuerdo de haber posado los pies: “Caldas y Estévez bajaron la escalera hasta la playa de A Videira y echaron a andar por la tierra húmeda. El sol incidía sobre las algas descubiertas por la marea envolviendo el mediodía con un aroma intenso. Vieron varias barcas de madera boca abajo, a salvo de la pleamar, y, cerca del muro verde del camping, una caseta pequeña medio engullida por la vegetación”.

No deja indiferente la morosidad del trabajo de orfebre con que Villar ha ido tejiendo la trama principal, la desaparición de la ceramista Mónica Andrade, hija de un eminente cirujano vigués que no duda en utilizar la influencia producida por su actividad profesional sobre la élite sociopolítica de la ciudad para mediatizar la investigación, con las relaciones paterno-filiales del propio Caldas, la gentrificación, la pederastia y el incómodo estado de los medios de comunicación.

Sin llegar a los extremos cuasi metafísicos del Adamsberg de Fred Vargas, Leo Caldas tira de intuición, de pequeños detalles fuera de lugar en la compleja estructura diaria de nuestras vidas, para no abandonar una investigación en apariencia inducida únicamente por los privilegios adquiridos del padre de la presunta víctima: “ Por supuesto que lo sé: que es una persona adulta sin nadie más a su cargo que el gato que se llevó con ella se ha marchado con su compañero de paseos playeros, que la vieron irse en bicicleta al barco, que todo en su casa está en orden y que no constan denuncias ni amenazas previas de ninguna clase que puedan hacernos sospechar que se ha cometido un delito”, pero las píldoras anticonceptivas de la desaparecida se han quedado en el armarito de su cuarto de baño, y hasta el jueves de su desaparición, había seguido la pauta de administración concienzudamente…

“La hija del doctor Andrade vive en una casa pintada de azul…”, sólo es el inicio del texto de la contracubierta de la edición de Siruela de El último barco de Domingo Villar, pero bien podría ser el comienzo de un cuento cruel de los Hermanos Grimm, si se les hubiera ocurrido asomarse por las playas de Tirán.


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