Anagrama publica en sus cuadernos la nueva maravilla del físico teórico italiano, en esta ocasión una historia de lo infinitesimal, de cómo abrimos, estupefactos, los ojos al universo
VALÈNCIA. Cualquier esfuerzo por superarla, por ir más allá, es vano. No hay historia mejor, más fascinante y sobrecogedora que la que trata de explicar, ciencia mediante, aquello que somos, si es que el concepto ser tiene algún trasfondo de verdad. No hay ficción especulativa ni realismo costumbrista que puedan siquiera acercarse a los niveles de belleza que alcanza cualquier libro de divulgación científica medianamente riguroso. A poco que uno se adentra en la búsqueda de respuestas se ve superado por lo inconmensurable: hubo un tiempo en el que creímos que ya sabíamos lo suficiente, que Newton había descorrido el velo de la realidad y que teníamos la llave que abría las puertas al conocimiento cósmico, sideral. Sin embargo, aquella confianza ingenua fue solo un periodo naïf del tipo años felices veinte. Al tiempo aparecieron otras mentes —hablamos de Bohr, hablamos de Einstein— que cogieron al mundo por las solapas y lo zarandearon con entusiasmo, y de pronto estábamos de nuevo no en el punto de salida, pero sí en una etapa temprana del saber.
El universo volvía a ser un enigma inabarcable: disponíamos de explicaciones rudimentarias, pero por primera vez se alejaban de aquello que considerábamos razonable. De repente habitábamos una retícula de espacio-tiempo: nuestro suelo era geometría, abstracción, pensamiento. Y funcionaba. ¿Qué podía significar algo así? ¿Cómo encajaban nuestras certezas en un macroentorno tan extraño? Había que explicarlo todo de nuevo. Había que resituarse. Newton, el gran profeta, se revelaba de pronto como un mesías imperfecto. Y todo por culpa de Mercurio y su órbita anormal. A partir de ahí las cosas se volvieron muy extrañas. Lo que se demostraba cierto escapaba a años luz de eso a lo que solíamos llamar sentido común. El reto era espeluznante: debíamos abandonarnos a lo inquietante. Para alinearse con el progreso era necesario dar un salto de fe: en adelante las respuestas serían demasiado complejas. Y entonces, por si fuera poco, llegó Heisenberg.
Carlo Rovelli es el ejemplo viviente de que el ariete científico que abre brecha en la ignorancia no solo no es frío, sino que es perfectamente compatible con la literatura, la filosofía, y la poesía. El italiano, físico teórico, exbeatnik ginsbergiano y autor de uno de los mejores libros de lo que llevamos de siglo y de milenio, El orden del tiempo, ha vuelto a Anagrama para regocijo de quienes le leen —le leemos—como quien asiste a la verdad revelada. Rovelli, uno de los fundadores de la gravedad cuántica de bucles, miembro del Instituto Universitario de Francia, de la Academia Internacional de Filosofía de la Ciencia, y responsable del equipo de gravedad cuántica del Centro de Física Teórica de Aix-Marsella, es sobre todo un extraordinario narrador. Leer a Rovelli es enredarse en la malla alucinante del saber más excepcional. Si en su último trabajo nos contaba que el tiempo discurre más lento a la altura de nuestros tobillos que en la coronilla, y que esto podía ser comprobado con aparatos al alcance de un pago a plazos razonable, y no solo eso, sino que además los satélites responsables del GPS con los que convivimos a diario tienen en cuenta este desfase temporal para ofrecernos itinerarios exactos para llegar, por ejemplo, de Valencia a Cuenca, ahora, en este nuevo libro de divulgación y poesía que es Helgoland, nos transporta al reino infinitesimal de lo cuántico para invitarnos a aceptar que todo lo que creíamos cierto no es más que obsolescencia, una edición vetusta de la enciclopedia con la que tratamos de ubicarnos en esto del existir.
Helgoland es la isla sagrada y desolada en la que un Heisenberg de veintitrés años encontró la solución a sus ecuaciones y abrió los ojos al mundo: cuesta imaginarlo; allí, frente al mar, un representante de nuestra especie cayó en la cuenta de que no nos quedaba otra que prescindir de la reconfortante exactitud para abrazar la desconcertante —pero sorprendentemente correcta— senda de la probabilidad. Heisenberg, congénere revolucionario, tuvo que asumir lo inasumible: el tejido de la realidad no tenía nada que ver con lo que creíamos. Ese tejido que subyace a todo era un territorio granular: el sustrato que daba forma al universo se componía de cuantos, lo cual implicaba consecuencias abrumadoras. No fue fácil, pero la verdad se asentó por su propio peso: Heisenberg estaba en lo cierto. La puerta que abrió en la rocosa isla de Helgoland condujo a una realidad de fenómenos más allá de nuestro entendimiento: es el mismo Rovelli quien nos introduce en su libro bajo el pretexto de que él pensaba que sabía, pero no sabía. En el reino cuántico, el tiempo deja de ser unidireccional, los estados pueden superponerse sin metáforas, y las partículas se entrelazan de un modo que recuerda a lo sobrenatural. Quien diga que comprende la verdad cuántica, no la comprende.
Las explicaciones que han seguido a la revelación científica de Heisenberg han demostrado ser ciertas en la práctica, pero fuera de eso, son demasiado para nuestra mente de animal terrícola. ¿Qué supone el hecho de que observar un experimento afecte a los resultados del mismo? ¿Es el observador el protagonista y actor principal de los acontecimientos? Esto se parece demasiado a lo que pensábamos que desterrábamos con la luz de la ciencia. Lo que sea que suceda allí, aquí, en el campo de lo más pequeño que minúsculo, obedece a un tipo nuevo de saber que ni siquiera hemos rozado todavía. que Y ahora la belleza: cuenta Rovelli que tras estudiar el entrelazamiento cuántico, su amigo Lee pasó horas tumbado mirando perplejo al techo, pensando que todos los átomos de su cuerpo habrían interactuado en un lejano pasado con miles de millones de otros átomos esparcidos por el universo con los que estarían conectados —entrelazados—. Así él, como ser macroscópico, de algún modo también lo estaría. Estaría conectado con el cosmos. Un chacal en mitad de la noche desértica.