VALÈNCIA. Leer no es divertido. O mejor dicho: leer no es divertido per se. Leer —y no nos referimos al mero proceso de decodificar mensajes escritos en un código conocido: aquí, en este contexto, estamos hablando de leer (vivir) literatura— puede ser una experiencia dolorosa. La literatura puede ser entretenida, aunque por lo general nos acercamos a ella en busca de otras experiencias diferentes en lo sustancial a lo que, desde el consenso, consideramos entretenimiento. Leer es entrar en la cabeza de otra persona. Calzarnos su piel, sus órganos y su historia y redescubrir el mundo desde sus ojos, impresiones e interpretaciones. El viaje es siempre distinto. Nadie experimenta la existencia como nadie. Sucede que la literatura es una de las formas más depuradas de contarnos y darnos sentido de todas aquellas con las que ha dado para este fin el ser humano.
La literatura nos sirve para ponerle palabras a lo que no queremos que quede olvidado entre las inconcebibles páginas de las moiras. Esas cosas que queremos fijar pueden ser epifanías leves y delicadas como un haiku, o densas nebulosas emocionales en las que algunas estructuras se condensan y brillan, y otras colapsan formando profundas simas negrísimas. A veces leer es sinónimo de sufrir, sin paliativos. Hay lecturas que nos castigan el hígado capítulo a capítulo. ¿Por qué las leemos, entonces? La respuesta es que leyendo, exploramos lo que significa ser: lo hacemos en toda la amplitud que nos permite nuestra capacidad de expresarnos. Al gran misterio —o eso nos parece— le dedicamos todo lo que escribimos. Muchos territorios de los que holla nuestra especie solo los conoceremos leyendo, algunos por suerte, otros por desgracia. ¿Es cierto eso de que de la alegría y la felicidad no generan obras tan trascendentales como las que propician la tragedia o el desamparo? Todo parece apuntar a que sí, a que es cierto.