La última vez que visité Barcelona fue un año después del intento de golpe de Estado. Era el verano de 2018. La ciudad estaba tomada por banderas independentistas y carteles en favor de los presos. Hacía tiempo que no la pisaba. Varias veces había estado en la capital catalana, la primera en octubre de 1996. Me deslumbró. Todos los elogios que había leído y escuchado de ella se quedaron cortos. Sí; Barcelona era, ante mis ojos de periodista novel, la ciudad de los prodigios, una de las más hermosas de España.
En aquel verano intuí que algo se había roto en Barcelona, pero no supe, entonces, qué se había jodido. Los acontecimientos posteriores —aquella ciudad quemada y sitiada por vándalos en octubre de 2019— me sacaron de dudas: lo que había intuido era el principio de una decadencia que para algunos barceloneses había empezado mucho antes, con la hegemonía del pujolismo.