Cuando los vecinos de Demócrito observaron al filósofo partiéndose de todo ininterrumpidamente, se alarmaron y consultaron al gran médico Hipócrates, quien solo encontró una cosa entre tanta risa: lucidez. Ni lo supuestamente grande ni lo aparentemente pequeño impresionaba a Demócrito, que solo veía lo que veía, un sentido profundo de los acontecimientos: precisamente, que no tenían un sentido especial. Demócrito, precursor de esa cadena en la que se enlazan El hombre que ríe o el Joker, tenía que ser tan lúcido como irritante. A nadie le suele gustar que un vecino, por muy filósofo y lúcido que sea, se ría de sus miserias. Es sorprendente que la reacción de los afectados por sus carcajadas fuera la queja y la búsqueda de ayuda profesional, en lugar de una paliza. Todo muy civilizado. Ahora mismo, desde nuestro presente crispadísimo, la paz ante una provocación así no parece una opción. A un Demócrito burlón ante cualquier evento lo mínimo que podría caerle sería una cancelación, y lo máximo, bueno, todavía no se nos ha olvidado Charlie Hebdo o las puñaladas en la cara de SalmanRushdie. Pese a tanta respuesta ingeniosa en las redes sociales destinada no a explicar, sino a dejar en evidencia, y pese a tanto meme manifestándose a cada instante, la cosa no está para bromas. La sociedad de la posironía —de la que ya hablamos por aquí— es bastante agria y tiene muy poca tolerancia, y no hay anuncio de fiambre que tape eso. En España se vive de la fama, de la leyenda, aunque siendo realistas, es muy improbable que este fenómeno, que este malencararse, sea algo exclusivamente nuestro. El mundo en general experimenta una época de aceleración inhumana sin visos de acabar que pone a la gente de los nervios, restándonos tiempo para ofrecer respuestas sosegadas. La incertidumbre o la precarización de trabajos y vidas tampoco ayuda a mejorar el ánimo sombrío. La polarización, la imposibilidad de comprender al otro, son el gran mal de esta era de la hiperconexión en la que sabemos más de lo que querríamos del de al lado porque los algoritmos han descubierto que se hace más caja con lo que nos irrita que con lo que nos apacigua.
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