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Estela Sanchis convierte al lector en ‘vouyeur’ en ‘Hasta aquí todo va bien’

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VALÈNCIA. Lo prohibido tiene algo de abyección y otro tanto de atracción, aunque lo segundo lo escondamos en nuestras intimidades en forma de tabú. Estela Sanchis ha explorado estos territorios en sombra a través de la fotografía o la performance, y ahora lo hace a través de la literatura. Hasta aquí todo va bien (Candaya, 2025) más que una autoficción es un dispositivo artístico que busca provocar en la persona que se acerca a la lectura una pregunta sobre los límites culturales y éticos que arrojamos sobre los personajes —especialmente, sobre los femeninos.

La novela cuenta la historia de Estela, una mujer que da rienda suelta a diferentes perturbaciones en su paso por una residencia artística.

— En Hasta aquí todo va bien hay una reflexión muy explícita sobre la autoficción. ¿Qué te interesaba pensar sobre esta cuestión y hasta qué punto que el personaje se llame Estela forma parte de esa reflexión?
— Yo vengo de Bellas Artes y hacía algo parecido a la performance. En el arte es mucho más fácil ser la protagonista de la obra, porque es una producción mucho más cercana en ese sentido. Al pensar esta novela como una obra, también tenía que estar yo en el centro. Cuando me puse a escribir pensé que la autoficción está muy denostada hoy en día, sobre todo cuando la escriben mujeres, como si estuviéramos hartos de escuchar historias personales. Pero creo que tiene una función muy importante.

Lo que quería era hacer una autoficción funcional, en la que el “yo” funcionara como dispositivo. Su función era provocar una reacción en la persona que lee, porque tiene que implicarse moralmente: cuando crees que lo que estás leyendo es ficción, lo interpretas de una forma; pero si crees que es verdad, te remueve, juzgas al personaje, le señalas, le puedes poner cara, etc. Sabía que esto podía tener riesgos, porque lo que se cuenta no es complaciente ni con el personaje ni con la autora, pero me apetecía jugarlo, y (de momento) estoy contenta con el resultado.

— ¿De qué manera ha influido en tu proceso de escritura o en la manera de pensar el dispositivo narrativo tu formación en Bellas Artes?
— Cuando empecé el libro y lo primero que escribí fue: “quiero escribir un libro que funcione como una performance”. La forma de elaborarlo y pensarlo era muy parecida a cómo trabajaba los proyectos artísticos: empezar por una situación, un desencadenante, y no saber a dónde me va a llevar. Y sobre todo, necesitaba la lectura del otro para completar la obra.

Creo que eso es lo que mueve todo el libro en realidad: esperar la reacción de quien lo va a leer, incluso —o sobre todo— si va a ser negativa, todas esas emociones incómodas que puede provocar. Yo no había escrito antes, así que no sabía cómo era sentarse a escribir, pero sí lo he hecho muy cercana al proceso artístico.

— Hablemos de la culpa de varios personajes. Como lector, da la sensación de que avanzan por un camino del que querrías advertirles, pero a la vez son ellos mismos los que se culpan constantemente de lo que les ocurre.
— Para mí, el personaje de Sarah encarna muy bien cómo se ha formado la identidad de muchas mujeres, siempre basada en la culpa. No es un personaje elaborado artificialmente, era así. Me parece un ejemplo claro de cómo crecemos sintiéndonos responsables de todo. En su caso llega a un punto casi desquiciado.

Pero también me interesaba que el personaje de Estela, al poder moldearlo, no sintiera culpa por todo lo que hace, aunque no sea del todo ético. Creo que quitándole la culpa es donde empieza a rozar por todos lados, y eso no es algo habitual en las mujeres, no nos es natural. Ese contraste podía ser el contrapunto perfecto al resto de personajes, especialmente a Sarah, que se va flagelando por todo lo que pasa en el mundo.

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— ¿Cuánto te importa la ética de lo que sucede en el libro?
— Me interesa mucho ponerla en juego. Pienso cuánto de lo que consideramos moral viene de la moral cristiana, cuánto es impuesto y cuánto es realmente algo que sabemos de forma natural, como que no está bien matar. Más allá, hay otros consensos que son culturales y quizá se podrían repensar. No digo que esté a favor ni en contra de ninguno; pero por poner un ejemplo, el adulterio: cuánta gente lo ha cometido o lo ha sufrido. Es uno de los conflictos más presentes en las relaciones amorosas y, sin embargo, seguimos estando totalmente cerrados a hablarlo con naturalidad. Y lo entiendo, porque hacemos daño a otras personas. Pero es curioso que algo tan cotidiano sea a la vez tan doloroso. Creo que hay mucha gente que desprecia —con razón— al personaje de Estela, y una de las razones es que toca algo personal, porque seguro que lo has vivido de alguna forma.

— Hay una pregunta muy latente en el libro: de dónde viene todo, dónde empezó, qué es lo que está roto en Estela. Lo tratas con mucha delicadeza y parece que también interpelas al lector sobre desde dónde juzga a Estela. Pienso, por ejemplo, en el escena en la que se mete en un chat con desconocidos, donde el personaje repite constantemente que está haciendo algo malo.
— Sí, porque hay cosas que consideramos vergonzosas, como ese chat. Esa fue una situación real. Yo pensaba: “madre mía, qué pudor, que nadie se entere”. Y luego reflexionaba: estoy haciendo como adulta algo que no hace daño a nadie, ¿por qué tendría que sentir que está mal?

Quizá porque cuando entré en los primeros chats era muy joven y ahí sí estaba mal, porque accedía a un espacio de adultos. Pero muchas cosas no las hemos pensado realmente; simplemente tenemos una sensación que no sabemos de dónde sale. Y eso me interesa mucho, que nos hagamos esas preguntas.

También me interesaba crear un personaje sin un pasado conflictivo, para que no hubiera una justificación clara, por ejemplo, para la búsqueda de la violencia. Es algo que me han reprochado bastante. Pero yo hablaba de impulsos naturales, que no tienen por qué venir de una historia traumática.

— El personaje de Estela, desde el principio, ya empieza a mostrar esas curiosidades, ese juego, esa pulsión hacia la violencia. La naturaleza de una novela es ir avanzando, escalar poco a poco. Cuando se abordan temas como la sexualidad, el deseo o incluso lo que podríamos llamar perversión, ese avance es un trabajo casi de funambulista, de equilibrio continuo. ¿Cómo fuiste ajustando el tono?
— Creo que eso me lo da, en gran parte, la condición de mujer, porque me estoy autocorrigiendo todo el rato: “no te pases de aquí, no sobrepases ciertos límites”. Siempre me imagino como alguien que está tocando un cordón de terciopelo en un museo, que mete un poco la mano y cruza esa línea en la que no puedes llegar a la obra, pero enseguida la retira.

Tiene que ver con cómo he sido educada. Vengo de una familia normal, sin una educación especialmente severa, pero sí con esa idea social de no destacar. El personaje, que tiene estas inquietudes, a la vez quiere hacerlo todo en la sombra, sin ser reconocida.

— Es muy interesante cómo enfrentas las inquietudes de ella con las de otros hombres, porque de alguna manera también planteas una reflexión literaria: qué pasaría si el protagonista fuera un hombre y se contara exactamente lo mismo. ¿Hasta qué punto que la protagonista sea mujer lo cambia absolutamente todo, sobre todo en la percepción del lector?
— Para mí eso es fundamental. Soy consciente que he podido hacer ciertas cosas porque soy mujer. Uno de mis primeros trabajos surgió a partir de encontrarme un bolso por la calle y empezar a buscar virtualmente a la propietaria para devolvérselo. Llegó un punto bastante obsesivo, con muchísima información, y alguien me dijo: “ojo, que si esto lo hubieras hecho siendo un hombre, igual estabas en la cárcel”.

Ser mujer, en ese sentido, me da mucho permiso, porque estamos vistas naturalmente como víctimas, como vulnerables, como personas sin mala intención. Subvertir los roles de género siempre me ha interesado, sobre todo los roles de poder, y manifestar esas contradicciones en el libro era muy importante para mí.

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— También hablas de las dinámicas de las residencias artísticas. Háblame un poco de eso.
— He estado en varias residencias y las experiencias siempre han sido bastante inquietantes y divertidas. Confluye gente del mundo del arte que suele sentirse vulnerable, porque cuando produces obra desde lo que te mueve no es fácil.

Muchas veces es gente joven que se está construyendo, así que cuando uno defiende su punto de vista sobre el arte, que es algo tan amplio y diverso, entra en conflicto con el de los otros. De ahí, por ejemplo, el enfrentamiento con el personaje de Nicholas, que no soporta la autoficción porque él es casi un artesano (trabaja con las manos, con lo matérico), mientras Estela es puramente mental y conceptual. Esas conversaciones pueden ser muy bonitas, pero cuando alguien se siente herido… hay drama.

— La novela también funciona como un archivo de proyectos artísticos: hablas de performances, proyectos fotográficos, libros. ¿Cómo te funcionaba a ti generar este mapa de referencias dentro del proceso de escritura y qué impacto querías que tuviera en la lectura?
— Por un lado, quería que hubiera un acercamiento potencial a la gente que le da miedo el arte contemporáneo. Muchas veces se mira con recelo, especialmente la performance. Hay una brecha enorme que es la explicación de la mecánica de la performance: como ya pensamos que los artistas están locos o que nos quieren engañar, nunca nos paramos a preguntar por qué hacen lo que hacen. Pero cuando preguntas y te lo explican, de repente no es tan raro, es mucho más accesible. Poner ejemplos me servía para decir que esto no es cosa de snobs, que hay gente que trabaja mucho y pone toda su energía y su pasión porque cree de verdad en ello.

También me funcionaba porque, sobre todo, planteo obras de mujeres artistas que trabajan con cosas muy emocionales, sobre la crueldad. Sus obras me ayudaban a ilustrar el comportamiento del personaje de Estela, como ejemplos de vidas que se han interesado por una forma similar de sentir.

— Has mencionado la crueldad, y me parece clave. En la novela se habla de la crueldad sin ser especialmente cruel con los personajes, que no es fácil…
— La crueldad me encanta como concepto, sobre todo cuando es una crueldad buscada. Hay muchas artistas que trabajan sobre eso, pero también nosotros nos exponemos mucho. Cuando vamos al cine a ver una película en la que ocurren cosas horribles —por ejemplo Sirât, que nos ha dejado a todos alucinados—, estamos ante una película muy cruel con el espectador.

Hay una crueldad no consentida, que es horrible y hay que rechazar, y luego hay una crueldad consentida que buscamos como espectadores, siempre manteniendo una distancia prudencial. Me interesa por qué sentimos esa atracción hacia algo que, en teoría, deberíamos rechazar.

En la novela buscaba ese consentimiento. Por eso creo que el personaje no es del todo cruel, porque como a los vampiros, tienes que dejar entrar esa crueldad.

— En la novela la imagen tiene un peso importante, y no tiene que ver con aligerar o hacer menos denso el texto. ¿Cuál es su función?
— Nos creemos las fotografías. Incluso ahora, con la inteligencia artificial, seguimos queriendo creerlas. Es ahora cuando empezamos a ponerlas un poco en duda. Una fotografía funciona como una prueba de realidad. A lo largo de la novela, las imágenes actúan como puntos de anclaje: hasta aquí es real porque hay una foto, esta persona existe porque hay una foto. Me permitía reforzar la idea de autoficción y esa frontera borrosa entre realidad y ficción.

— Tu trabajo fotográfico ha estado muy ligado al voyeurismo. ¿Qué has ido aprendiendo a partir de ese trabajo y hasta qué punto la novela condensa o refleja investigaciones y proyectos anteriores?
— He aprendido que el voyeurismo es un mecanismo que está en todos. Responde a una inquietud muy básica: conocer cómo viven los otros, cómo se relacionan. Mirar al otro también nos posiciona a nosotros, porque al observar cómo se comporta alguien, entendemos mejor quiénes somos.

Esa forma de mirar no es legítima a priori —no deberías colarte con la mirada en la vida de los demás—; sin embargo, la ejercemos constantemente a través de internet y de las redes sociales. Por un lado nos exponemos y, por otro, miramos. Es algo relativamente nuevo como práctica normalizada, pero creo que funciona como una vía de escape de una pulsión que ya existía —esa cosa tabú de estar mirando continuamente.

Lo que he aprendido es que tener una cámara te da permiso para hacer cosas, igual que ser artista te da permiso para hacer cosas que de otra forma no podrías. Creo que por eso me interesa tanto el arte.

— ¿Los lectores y lectoras se sienten voyeurs?
— ¡Sí, y es algo que no había previsto! Yo esperaba otras reacciones, pero muchas personas me han dicho que sentían pudor al leer, un poco la sensación de estar mirando una intimidad. Sobre todo gente que no es cercana a mí —que no son ni familia ni amigos—, pero con la que tengo una relación constante, como lectores que me encuentro en la librería. Sentían esa incomodidad de estar metiendo los ojos, de ser invitados a mirar algo y preguntarse en algún punto si estaban aceptando bien ese trato.

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