MUERTE. La muerte es un límite incómodo: por lo general, el ser humano no quiere morirse. Por supuesto, hay seres humanos que quieren morir, y que de hecho, se borran del libro de la vida con todas las de la ley. No es el objetivo de este texto cuestionar sus motivaciones —la vida, al fin y al cabo, es un fenómeno muy personal—, porque el afán de seguir respirando es un ejercicio que no admite frivolidades ni razonamientos escuetos. En todo caso, aquí de lo que hablamos es de otra cosa: cabe suponer que en una situación perfecta, sin obligaciones exasperantes ni deudas-soga, ni decisiones o errores que nos asfixien con culpas, el ser humano estaría programado para obedecer a su instinto de supervivencia y tratar de conservarse vivo el mayor tiempo posible. De esa programación nace un deseo muy antiguo como es el de vivir para siempre. Vivir para siempre, claro, no es un objetivo sencillo ni evidente: lo ideal, sin duda, sería vivir para siempre en buen estado, no hecho un guiñapo, y tampoco en solitario.
¿De qué serviría vivir eternamente si el planeta acaba desintegrado por una estrella en fase de supernova? ¿Sería agradable vivir para siempre aquejado de una infinidad de achaques, reducido a un cuerpo catastrófico, víctima de un sinfín de enfermedades y deterioros producto de la edad? Cuando pensamos en la inmortalidad, pensamos también en la invulnerabilidad, en la eterna juventud. Pensamos en la lozanía, y en la capacidad de dotar a nuestros seres queridos de la misma condición. Con todo y con eso, la vida de un inmortal podría llegar a ser extremadamente aburrida. ¿Cómo sería una vida dada por supuesta, incluso si compartiésemos el don con nuestra familia, pareja y amigos? ¿Qué pareja sobreviviría los milenios? ¿Cuántas veces a la semana llamaríamos a nuestros padres inmortales? La inmortalidad es una abstracción que por mucho que nos esforcemos, no podemos llegar a abarcar. Como el infinito.