VALÈNCIA. El subgénero de las posesiones demoníacas no ha parado de desarrollarse en los últimos tiempos desde diferentes perspectivas. En la mayor parte de los casos se busca el golpe de efecto a través del artificio fácil, el susto que desencadena la risa nerviosa como medio para descargar la tensión del impacto, pero en raras ocasiones se escarba en la raíz del verdadero miedo.
Muchos terrores son fruto de su tiempo, de la época en la que se insertan. Quizás por eso en los últimos años algunos directores han recurrido al found footage o al rescate de episodios de la crónica negra para intentar configurar una base real en torno al elemento fantástico. Pero a pesar de buscar la máxima verosimilitud, no siempre resulta fácil acceder de verdad a los orígenes que han desencadenado ese miedo, quizás porque se trata de un elemento mucho más atávico y primario, un instinto animal que entronca con la parte más oscura de nuestro ser y que no tiene nada que ver con la yincana de sobresaltos sonoros que nos ofrecen muchas películas de terror contemporáneo.
Si Tsukamoto utilizaba la alienación y la deshumanización de la urbe japonesa para materializar la metamorfosis de su protagonista, Paco Plaza realiza una operación similar con el paisaje de un barrio obrero de Madrid en una época concreta en la que la sociedad española también se encontraba sumergida en un profundo proceso de evolución. El director capta a la perfección la atmósfera del momento a través de una minuciosa descripción de ambientes y de detalles.
Nos introduce en la cotidianeidad de la joven, en sus obligaciones diarias y a través de ella conocemos a sus compañeras del colegio (de monjas), a sus hermanas pequeñas, accederemos a su esfera más íntima y a ese espacio sagrado para una adolescente que es su habitación.
Poco a poco la sensación de asfixia causada por esas responsabilidades y presiones externas se irá instalando en el ambiente, cada vez más opresivo y enrarecido, al mismo tiempo que Verónica tendrá que hacer frente a la propia transformación que está a punto de sufrir y que la convierte en un ser extraño que ni siquiera ella misma es capaz de reconocer.
El universo infantil que hasta el momento había habitado junto a sus hermanos y sus juegos, está a punto de desvanecerse y se abre una brecha hacia la aparición de fantasmas que se materializan como presencias amenazantes dispuestas a convertir en realidad las peores pesadillas.
Además, detalla con ternura esa época en la que no existían los aparatos electrónicos y los juegos infantiles tenían un carácter más manual e imaginativo. La época de los fascículos, de las cintas de casete que había que rebobinar y de la Ouija. Verónica está impregnada de todo ese regusto melancólico, es verdad, aunque la realidad que retrate no deje de ser también bastante oscura y represiva. Sin embargo, a pesar de ese halo de nostalgia, la película no cae en la recreación kistch que la hubiera conducido por el terreno del esteticismo vacuo. Su personalidad es estrictamente contemporánea y eso se nota en cada decisión detrás de la cámara. Paco Plaza es capaz de conectar pasado y presente en una película de terror que nos acerca a la tradición del género en nuestro país y la conecta con grandes creadores como Narciso Ibáñez Serrador o Carlos Saura, pero también es capaz de trazar una nueva hoja de ruta que emparenta esta propuesta marcada por una profunda idiosincrasia hispana con las nuevas corrientes del terror internacional en su vertiente más autoral.
Está producida por Fernando Bovaira y se ha hecho con la Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal en el Festival de Cine de San Sebastián gracias a Patricia López Arnaiz