El psiquiatra Rafael Tabarés-Seisdedos, catedratico de Psiquiatría de la Universitat de València y miembro del comité de expertos que asesora a Ximo Puig sobre la pandemia de covid-19, recoge en este escrito sus impresiones sobre las conversaciones que, al margen de ese comité, ha mantenido con el president durante la pandemia
VALÈNCIA. Las palabras se inventaron para olvidar que toda existencia es el prólogo a una muerte segura. Para aceptar que hay un principio y un final. Por ello nos socorren en los momentos decisivos, en la hora de la verdad. Son agua clara, aire limpio que nos arropa cuando flaquea el ánimo o nos varamos en una crisis personal.
En pocos meses el virus ha desestabilizado la vida de todos. Nos ha separado de la historia ordinaria. Las espinas de su corona señalan a quién protege y a quién mata. La pandemia levanta montañas de desinformación y bulos, nos ceba de miedo y odio o nos arruina, pero también nos anima a experimentar un cambio de época. A iluminar un humanismo político basado en el realismo y la prudencia. A dar la palabra a las personas que tejen compromisos para elevarse por encima de la crisis global.
En el Palau de la Generalitat, la penumbra se deja atravesar por la luz blanca del ventanal escueto, el oro y el burdeos jalonan las paredes altas, el altar del fondo cierra la estancia repleta de maderas recias y muebles renacentistas. Boato de reyes, gravedad de Magnánimos, el Salón de los Reyes hace sentir la exclusividad de un museo abierto en privado, la sensación de que me espera una audiencia personal con los Borja (se dice que Maquiavelo se inspiró en César Borja para escribir El príncipe).
Le había contado al president el proyecto inacabado con Alfredo Pérez Rubalcaba: iniciar una relación lenta y entrañable, humanizar al político a través de unas entrevistas que darían a conocer su dimensión personal. Era un intento de redención y de amortiguar el afecto antipolítico, por decirlo de otra manera. El ciudadano podría entender el trabajo de un poderoso, su lucha, sus quiebras, sus éxitos y fracasos, más allá de lo que muestran los medios tradicionales o del morbo por los mecanismos psicológicos del poder. A Rubalcaba no le hacía ninguna gracia indagar en su historia emocional durante su etapa como ministro de Interior, pero su voluntad de saber sobre sí mismo acabó por fascinarle. El inicio de las conversaciones con el president sólo se pudo dar con el confinamiento y han estado marcadas por el temple anímico de aquellas semanas.
¿Qué hace Rafa aquí?, se preguntarán; ¿otra vez el psiquiatra? ¿Tan mal está el president? Elucubraciones inevitables porque aún no tengo claro yo mismo qué hago aquí
Una tarde de mayo caminaba hacia el Palau a las cinco y media. Aunque el viento del Este aliviara la opresión del calor, el encuentro con los altos fontaneros me sacudió de nuevo en la puerta: gente de primera línea que se ocupa de todo, desde crear un decreto a establecer prioridades y estrategias. Papeles que son antagónicos en ocasiones: escuchan, gritan, anticipan, bloquean, precipitan, supervisan, vigilan, coordinan, controlan, sentencian, enredan, desatascan, ejecutan, sostienen, descarrilan, entran en pánico. ¿Qué hace Rafa aquí?, se preguntarán; ¿otra vez el psiquiatra? ¿Tan mal está el president? Elucubraciones inevitables porque aún no tengo claro yo mismo qué hago aquí. He acudido al inicio de nuestras conversaciones como un outsider, sin estar numerado en su agenda.
Presiento cierto recelo en la expresión de sus fontaneros y en el personal de su gabinete. A algunos, como a Andreu Ferrer o a Emili Sampío, los estimo mucho. Andreu, secretario autonómico de Presidencia y el mayor vaticanista del Palau, me inspira admiración y ternura a partes iguales. Culto, inteligente, fino observador y un moralista de los medios más que los fines, es un gran aficionado a la pintura. Por las obras pictóricas que sube a su perfil de whatsapp intento desentrañar su estado emocional y apenas acierto: tiene una gran predilección por los abstractos.
Alfred Boix, secretario autonómico de Promoción Institucional y Cohesión Territorial, "puentero" de oficio (orfebre de los puentes), su carácter oscilante determina a menudo esas pasarelas. Los saludo y Andreu me comenta si algún día voy a tomar un café para charlar. "A eso voy, con el president...", respondo, y su sorpresa me dice que tampoco controla tanto la agenda y que el president está muy supervisado, pero también va por libre.
Subimos por la puerta noble, calle Caballeros, y en el umbral nos topamos con el Síndic del PSPV y un ex secretario general del mismo partido. Manolo Mata era el Clint Eastwood del Paella Western en que se había convertido la política en la Comunitat pre-covid. Es alguien que tiene un gran ascendente sobre el president. Se mete con mi corte de pelo de forma socarrona mientras Pla siempre está hablando de sus cosas.
En la antesala al despacho del president, Esther Ortega, su directora de Gabinete, que también ignoraba la cita, me dice con voz suave que está durmiendo (dado que lo ha escuchado respirar lento y profundo). Decidimos estirar su siesta. Ella cuida al president y de paso se cuida a sí misma. Estas son las palabras que escribo en la periferia de mi libro mientras espero apoltronado bajo el artesonado de la sala xica daurada o a la sombra de dos cuadros colosales de Manolo Valdés colgados en la antesala. Cuando uno queda con un poderoso en su santuario ya sabe que esperará, por eso llevo conmigo algo para leer o tomar notas. La espera está asociada a la importancia del líder y la importancia que te dé a ti, entre otras variables.
Puig: "Cuánto dolor. Los fallecidos, las personas que han perdido a alguien querido, próximo... es muy duro −contiene la respiración− pero hacerlo en soledad, aislados es terrible..."
En una ocasión, me perdí por una espesura de escaleras y corredores estilo renacentista. Luego supe que había llegado a la Sala Nova o Salón de Cortes. Retiene el esplendor de los Premios Rei Jaume I (es donde se da a conocer el fallo de los jurados), lo guarda todo el año como un exquisito frasco de perfume. Abro al azar mi libro de Steiner (Fragmentos un poco carbonizados, Biblioteca de Ensayo Siruela) y aparece Canta dinero a la diosa: cómo se construyó el sistema monetario y su relación con el parentesco y los sobornos. El ensayo indaga sobre cómo salir de todo eso a través de la trascendencia. Me pregunto si esas páginas obran como una premonición. Pasan quince minutos y reaparece Esther para anunciarme que ya toca despertarlo. Al verme con el libro del ensayista de Cambridge, el president me enseña sus dos libros de cabecera durante el confinamiento: Un largo sábado: conversaciones con Laure Adler, del mismo autor (El Ojo del Tiempo, Siruela), y las Memorias de Willy Brandt (ediciones Temas de Hoy). En una mesa larga descansan varios libros y me recomienda La identidad cultural no existe, de François Jullien (Taurus editores), que tiene subrayado de arriba abajo. Lee poesía (Entre dos nadas, de Francisco Brines) y ensayos (En defensa de la Ilustración, de Steven Pinker, y Réquiem por el sueño americano, de Noam Chomsky). Su mesa de trabajo está repleta de torres de expedientes sobre la pandemia que retira concienzudamente para abrir un desfiladero entre su mirada y la mía, "si no lo hago así, no puedo ni verte", explica. Sus ojos están enrojecidos y pretende aliviar sus molestias con un colirio que descubrimos caducado. Ojalá un colirio fuera suficiente contra las emociones que desbordan, me digo.
Sé que el president siempre ha estado preocupado por el impacto emocional de la pandemia y la cuarentena sobre los niños y adolescentes, los ancianos, el personal sanitario o los trabajadores invisibles en sectores esenciales como los servicios de limpieza. Le señalo que el malestar que estamos sufriendo se puede interiorizar y producir síntomas depresivos y conductas suicidas o bien se puede externalizar y generar conductas violentas por ejemplo contra los niños y mujeres. "Cuánto dolor. Los fallecidos, las personas que han perdido a alguien querido, próximo... es muy duro −contiene la respiración− pero hacerlo en soledad, aislados es terrible. Ese malestar tiene que dejar una huella perenne. Estuve el otro día en una farmacia −me señala− y me dijeron que lo que más vende son ansiolíticos y antidepresivos. Van en ascenso…". Ahora entiendo su madurez o coraje para admitir un psiquiatra en la médula del Reino.
Hablamos de Steiner, de libros, de la Unión Europea y de la globalización, de bienestar, de la familia socialista, "ay, la familia socialista…". Hace muchos años, cuando él empezó a militar, en el partido se le daba mucha importancia al contenido de un discurso. Con el paso del tiempo nota un deslizamiento hacia los números, las cuotas de poder, e incluso los más jóvenes que deberían llegar con ganas de darlo todo. Ve cómo se agarran a las cifras enseguida, ¿cuántos militantes tengo? Tanto tienes, tanto vales. En ese punto es donde me visita de nuevo Steiner.
Le animo a que se explaye sobre su relación con Pedro Sánchez. "Unas veces bien, otras regular; es un hombre muy pragmático"
Discurrimos acerca de cómo, desde la cuarentena, se hace necesario optimizar al máximo la Administración para que se mueva como un reloj suizo. El president está interesado en que las mejores empresas de la Comunitat nos enseñen las claves de ese funcionamiento tan eficiente. Me habla de su empeño en disponer de números e informes limpios para conocer la verdadera efectividad de las actuaciones del Consell. "Claro que hay que hacer las cosas correctas que surgen de un acuerdo político, pero hay que hacerlas bien −remarca−. Es una obligación demostrar la efectividad de las actuaciones que ponemos en marcha, sobre todo, las de mayor calado político como la reversión a la gestión pública directa del Hospital de Alzira hace dos años". Una de las cosas que peor lleva en las relaciones con las organizaciones es oír propuestas fuera de lugar. Por ejemplo, algún sindicato mayoritario en la Administración Pública con su aumento salarial dadas las circunstancias actuales, "por muy respetable que sea la exigencia: no es el momento del qué-hay-de-lo-mío".
Le animo a que se explaye sobre su relación con Pedro Sánchez. "Unas veces bien, otras regular; es un hombre muy pragmático". Lo conoció cuando Rubalcaba era secretario general, en una reunión organizada en València sobre economía y socialdemocracia. La ponencia de turno versaba sobre las pequeñas y medianas empresas. Al concluir, Pedro se acercó en tono de alabanza, "yo pienso lo mismo, la socialdemocracia debe estar muy atenta a las pymes, a la empresa familiar…". Un oyente que se destaca del público para un elogio, "¡y ahora es presidente del Gobierno!". Se encoge de hombros en uno de sus silencios elocuentes que estoy acostumbrado a sostener. No sé todavía cómo interpretar esas pausas. Parece estar sopesando que sus relaciones con Pedro Sánchez no han sido las ideales, pero lo encaja. Por otra parte, la pandemia por fin ha abierto de par en par un espacio de diálogo gracias a las conferencias semanales de presidentes. "¿Para qué vas a buscar lo fácil? −aconsejaba el president a Sánchez−. Tenemos que empatizar todos".
Al president le gusta abrazar, el contacto, la cercanía. Es muy mediterráneo. "Durante estos meses de Covid, echo de menos los abrazos de la gente, su proximidad", y me cuenta su especial complicidad con el expresidente Mariano Rajoy, quien con su elegante displicencia le advierte: "Querido president, ¿a dónde hemos llegado que nos saludamos a codazos?". A falta del tacto, ofrece su voz cálida, sin estridencias, envolvente y suave. Su discurso no narcotiza como el de Felipe González ni asombra con un lenguaje lógico-racionalista como era el de Rubalcaba. González arrolla con un monólogo alienante, dejas de ser tú para bailar a su ritmo. Rubalcaba era distinto: dejaba la libertad de pensar y discrepar, pero sus reflexiones eran tan portentosas que reducían el campo de reflexión y pillaban al otro fuera de juego. Alfredo era un maestro del "achique de espacios" futbolístico en el campo del debate. Ximo dialoga, pasa la pelota y construye en plural una opinión política o una cosmovisión. Hay una verdad infalible: el president escucha. Y si zarpamos más allá del horizonte incluso apunta con diligencia. Me parece que el conseller Arcadi España participa de la misma escuela. Maestro y discípulo aprenden de su interrelación.
Escuchar en cualquier momento parece una condición necesaria en un político. Pero que alguien tome nota dice de su motivación para aprender, de su seguridad en sí mismo. No necesita convertirse en alguien hierático como una esfinge, ni vivir la asfixia de un búnker levantado alrededor de su persona. Puede, llegado el caso, hacer pasar a un psiquiatra con su cerebroscopio hasta la médula misma de su alma y de su feudo. No me imagino así al hermético Lerma, al buscavidas de Zaplana ni al enfadado Camps, quien había hecho de la bronca con Madrid (y el mundo) su santo y seña. Con más de 60 años y un par de nietos, Puig reconoce que estos meses le han empujado a cocinar y a vivir solo pero que no se considera alguien excepcional ni un valiente. Me cuenta que siendo niño se atrevió a escribir en letras mayúsculas JUSTICIA en la pizarra de su colegio para protestar contra la prohibición de ir al cine. Las consecuencias no las ha olvidado. Me explica lo que ha pasado por su corazón cuando apenas podía comunicarse son sus padres (confinados en Morella) que entre los dos suman casi dos siglos: "Todas estas personas tan mayores, ¿cómo habrán aparcado el miedo a enfermar, a morir?". Y destaca la fortaleza de quienes trabajan en los servicios esenciales y no quieren ser héroes ni víctimas. A cuatro de estas personas las ha invitado al homenaje de estado a las víctimas de la covid-19 el pasado 16 de julio. "Qué sencillez, qué alegría por vivir, qué naturalidad para aceptar la muerte”. Se abre otra pausa. En esos momentos pienso que ha sabido rodearse de la mejor compañía, la que nos acerca a un desarrollo personal más exigente y profundo.
Puig: "Cuando pasábamos los momentos más duros del confinamiento, en marzo y abril, he hablado con cientos de personas que han ofrecido su conocimiento, su dinero, incluso su vida para ayudar. Es una obligación contar con todo el mundo porque cualquiera puede ofrecer algo"
Al president lo singulariza la cercanía de un hombre corriente y corpulento. Que se calla, se encoge de hombros, arquea las cejas, que mira o evita tu mirada en función del habla, que se ajusta los pantalones, resopla o se muestra cansado. Congela el tiempo con los ojos, la boca y los brazos bien abiertos a la espera de que fluyan las palabras. Es capaz de parecer anodino o silencioso y, de repente, arranca a hablar con entusiasmo de la optimización del trabajo en las administraciones, por ejemplo, o de la Comisión de Expertos en la pandemia. Es muy enfático al plantear que "la covid es una ventana de oportunidad para levantar una realidad mejorada en nuestra Comunitat", pero insiste en que "para ello necesitamos una actitud también mejorada". Y del Libro de máximas y reflexiones de Rafael Altamira, publicado en 1919, leemos: "¿Qué has hecho tú porque tu patria sea mejor cada día, más rica, más culta, más trabajadora, más libre, más respetuosa con las leyes, más anhelosa de progresos, más llena de sentido humano, más unida al conjunto de sus elementos componentes, más atenta a sus destinos y a sus responsabilidades en la historia presente y futura?". Alguien muy cercano a John F. Kennedy debía de estar muy familiarizado con la obra del sabio alicantino. Cuando el demócrata americano tomó posesión como presidente de los EEUU en 1961 cerró su discurso con una frase icónica mil veces repetida: "No os preguntéis qué puede hacer vuestro país por vosotros, preguntaos qué podéis hacer vosotros por vuestro país". El president se entusiasma con el relato y concluye: "Esa es la actitud mejorada que necesitamos para recuperar lo perdido y ganar el futuro −se emociona−; cuando pasábamos los momentos más duros del confinamiento, en marzo y abril, he hablado con cientos de personas que han ofrecido su conocimiento, su dinero, incluso su vida para ayudar. Es una obligación contar con todo el mundo porque cualquiera puede ofrecer algo".
La palabra 'crisis' en chino (wei-yi) consta del carácter wei, que significa peligro, y yi, que representa oportunidad. Varios mandatarios estadounidenses, entre ellos, de nuevo, JFK, acudieron a esta definición para ilustrar la forma en la que algunos países pueden superar situaciones terribles y encarar el futuro en mejores condiciones porque fueron capaces de no desperdiciar sus crisis. Jared Diamond, en su delicioso libro Crisis (Debate), analiza los momentos históricos decisivos de siete países e intenta, con un éxito relativo a mi entender, relacionar el patrón de superación de los países con las técnicas de curación de los traumas a nivel personal. En la lista de Diamond aparece Finlandia, un país que ha visitado el president y conoce bien por uno de sus hijos. "Finlandia es un magnífico espejo en el que deberíamos mirarnos para no malgastar la crisis del coronavirus", sentencia el president mientras clava sus ojos en los míos. Sus logros en el sistema educativo y de investigación, la creación responsable de riqueza y su redistribución equitativa, en la lucha contra la corrupción, en la igualdad de género o en el cuidado de las personas con trastornos mentales graves enamoran a cualquiera, a pesar de vivir en los confines del circulo polar ártico. "Tiene una extensión catorce veces superior a la de la Comunitat, pero su población es casi similar", y me apunta con envidia: "No encontrarás otro país que valore tanto el papel de sus maestros y profesores".
Durante el siglo XX, los finlandeses también sufrieron una guerra civil y participaron como la cuarta potencia del Eje, junto a Alemania, Italia y Japón, en la Segunda Guerra Mundial. Desastres que diezmaron la población y desgarraron el país. Pero no malgastaron los muertos y su sufrimiento. Asumieron sus fragilidades como la proximidad al coloso soviético, pero también a los otros países nórdicos, es decir, se hicieron cargo de su determinismo geográfico. Además, sacaron partido a lo que en términos freudianos llamaríamos fortaleza del yo o identidad nacional que se resume en un principio válido para cualquier relación como la comunidad de vecinos o la pareja: "Yo no estoy seguro/bien si tu te encuentras inseguro/mal". Por ejemplo, en la postguerra no aceptaron el dinero del Plan Marshall ni la implantación en su territorio de bases militares de las superpotencias. A la vez, hilaban el movimiento de los países neutrales para propiciar acuerdos de control de las armas y energía nuclear durante la Guerra Fría.
La Comunitat puede sacar de la metamorfosis nórdica alguna lección, pero antes tenemos pendiente contestar a una pregunta perturbadora: ¿daría la mano a cualquier persona para ayudarla a salir adelante?
Aunque íbamos descifrando las claves del mapa del tesoro finlandés, aún quedaban pasos fundamentales por recorrer. El periodista Michael Booth en su desenfadada visión de los países escandinavos (Gente casi perfecta, Capitán Swing) apunta dos características fundamentales de los finlandeses. La primera es su fiabilidad como personas, es decir, el valor sagrado de la palabra dada. "Si un finlandés te dice que el viernes te va a traer leña, puedes jugarte el cuello a que tendrás la leña el viernes porque, hace cincuenta años, si la leña no estaba allí, podías morir". Parecería que el finlandés no tiene tiempo futuro. No dicen que lo van a hacer como nosotros: se hace o bien no se hace. La segunda es la falta de sofisticación con el lenguaje de las emociones y necesidades. Un finlandés conversaría durante unos pocos minutos con su presidente antes de irse los dos a una sauna a pasar horas en silencio y escribiría su reportaje con 56 palabras (sospecho que yo sobrepasaré las 3.500). La ventaja es que las palabras que describen emociones como "te quiero" o "amor" se utilizan de una manera más grave y respetuosa. Además, el afecto, el compromiso hacia los otros y la patria lo demuestran de muchas maneras y todas ellas valen como reclamaban Altamira o Kennedy.
Nos despedimos como harían dos finlandeses, pero añorando los abrazos del Sur. De vuelta a casa, atravesando el Pont de Fusta, las frases de la última conversación con el president abren mi cabeza en dos mitades simétricas. El éxito de los países en resolver las crisis por las que transcurren es inquietante: ¿por qué el país que puntúa más alto, años tras año, en el Índice de Desarrollo Humano tiene las tasas de alcoholismo y suicidio entre las más altas del mundo? ¿Será que les falta lo que a nosotros nos sobra? Ya no estaba tan seguro de que el modelo finlandés o cualquier otro sea un manual de cómo-salir-mejorado-de-una-crisis-profunda.
La Comunitat puede sacar de la metamorfosis nórdica alguna lección, pero antes tenemos pendiente contestar a una pregunta perturbadora: ¿daría la mano a cualquier persona para ayudarla a salir adelante? De nuevo resuenan las voces prestadas de Altamira y Kennedy, y estalla como una bomba atómica la única pregunta que me hace el president al calor de la conversación sobre la actitud mejorada: "¿Qué puedes hacer tú para resolver las carencias de nuestra Comunitat?".
He atajado por La volta del rossinyol. Casi he llegado. La parsimonia de los Titots Reials del jardín de Viveros ayuda a encauzar mis pensamientos para dar con una respuesta. Estamos en la hora de la verdad, en un sentido que no es meramente metafórico. La lista de horrores que van ligados a la pandemia puede ampliarse en los próximos meses porque todavía no se ha conseguido un remedio médico. Tampoco existe una solución económica para salir de esta crisis total y global. Pero no debería de haber dudas respecto al único método para lograrlo: el uso de la Palabra; la conversación, el acuerdo, la dignidad, el respeto, la tolerancia, la palabra dada han perdido su inocencia por algún tiempo. Y ojalá sea sólo por algún tiempo, pues ahora las necesitamos con su viejo esplendor. Son fundamentales para contener las energías de la rivalidad y tejer una Comunitat mejorada en un verdadero proceso de intercambio, incluso con los que escriben laboriosamente el Evangelio de la exaltación del odio.
En estas circunstancias es necesario salir de sí, ir más allá de uno mismo. Trascender al todo (Comunitat) requiere un espacio intermedio. Un lugar a mitad de camino entre la rivalidad inherente al yo soy por el hecho de sobresalir y la entrega absoluta al todo o a los demás. Un punto de equilibrio entre el desarrollo personal y la solidaridad. Sólo donde abunda el suficiente espacio intermedio, sólo donde hay lugar para "nosotros", puede desarrollarse el entusiasmo por la Comunitat. Entonces salen las cuentas para responder a la pregunta del president Ximo Puig.
(Este texto es un homenaje a nuestro admirado George Steiner, autor de Errata. El examen de una vida, El Ojo del Tiempo. Siruela)