CANNES. El Festival de Cannes fue el fin del anonimato para Martin Scorsese (Manhattan, 1942). En 1974 presentaba su tercera película, Malas calles, en la sección Quincena de los realizadores, y la puesta de largo de aquel drama crudo y vibrante le deparó atención internacional.
Sus valedores entonces fueron el activista cinéfilo Pierre Rissient y el director Bertrand Tavernier, con los que habló largo y tendido de cine americano, de John Howard y de la construcción de la escenografía en las películas de Raoul Walsh.
“Cuando vine a presentar este proyecto era ingenuo y todavía no me conocía nadie, así que iba de mesa en mesa en La Croisette, donde conocías a actores, bellezas, productores, y hablabas sin descanso de cine”, compartió este pasado miércoles en una ceremonia celebrada por la Société des réalisateurs de films, que festeja su 50 aniversario, donde se le hizo entrega de la Carroza de oro tras la proyección de una copia restaurada de Malas calles.
El galardón fue creado en 2002 por el sindicato para premiar a aquellos cineastas que demuestran independencia en su trabajo por sus cualidades innovadoras. En el pasado lo han recibido Aki Kaurismäki, Jia Zhangke, Alain Resnais, Jane Campion, Nuri Bilge Ceylan, Jafar Panahi, Naomi Kawase o Jim Jarmusch.
En el transcurso de la charla posterior al pase, el emblema del Nuevo Hollywood ahondó en anécdotas de rodajes y en las raíces existenciales de su filmografía. Espoleando sus respuestas estuvieron cuatro directores franceses, Jacques Audiard, Bertrand Bonello, Cédric Klapisch y Rebecca Zlotowski, quienes se declararon y mostraron turbados ante la presencia del italoamericano.
Un niño asmático en Little Italy
Scorsese relató su infancia en el barrio neoyorquino de Little Italy: “Vengo de una clase obrera y era un niño asmático, encerrado en una casa sin libros. A veces pienso que mi vida se parecía a la de los personajes de Los olvidados (Luis Buñuel, 1950). Para evadirme de la dureza del entorno veía películas y escuchaba música. Y mi manera de ligar lo que me nutría con los dramas que me rodeaban, era a través de pequeños dibujos”.
De hecho, aquel hábito de ilustrar el entorno lo trasladó al cine. Dos semanas antes de cada rodaje, el director, oscarizado en 2007 por su película Infiltrados, se encierra y perfila el storyboard. Todas las escenas de Taxi Driver, con la que ganó la Palma de Oro en 1976, de Toro salvaje (1981), para la que consideraba prioritario fijar el movimiento de los actores en el espacio, y de Casino (1996) fueron dibujadas antes de empezar a filmar.
Aunque la frescura y lo abrupto de su cine pueda sugerir improvisación, el realizador afirmó categórico que para él es fundamental tener claro el plan de rodaje. Y que tras la simplicidad hay enormes esfuerzos de preparación.
“Cuando vemos una película de Clint Eastwood o de Buñuel, nos da la impresión de que la puesta en escena se hace sola, pero está muy medida”. Luego, reconoce, también suceden “accidentes felices”, sorpresas que sobrevienen. Un buen accidente en su filmografía, reveló, fue la frase mítica de Robert de Niro en Taxi Driver “You talkin’ to me?”, empuñando una pistola frente al espejo, o “You Think I'm Funny?”, pronunciada por un inquietante Joe Pesci en Uno de los nuestros (1990).
Hombres buenos en calles malas
Muchas de sus películas están ambientadas en el barrio donde creció junto a sus padres, sicilianos, e insufladas por los dilemas morales que le acometían de joven: “Me preguntaba continuamente si la gente puede tener una vida acorde al sentido de la justicia, en un lugar inmoral. Me preguntaba si hay bondad cuando vives en un lugar corrompido o si eres intrínsecamente malo. Y toda esa materia humana la he metido en mis filmes”.
Hubo un cura muy influyente en su vida, amante del western, que a Martin y otros chavales de la calle les dio esperanza y les aconsejó sobre la rectitud en la vida. “Entre los 11 y los 17 años me hizo darme cuenta de que la única luz en aquel barrio era cuidar de los otros. Me instó a explorar el amor y la compasión, y así lo hice porque la alternativa era la violencia y la muerte”.
De resultas, Scorsese se decantó por una vida religiosa. En 1956 ingresó en un seminario, pero regresó un año después. En 1960 empezó a asistir a clases de cine en la Universidad de Nueva York.
Citó a Elia Kazan como una influencia, igual que a John Ford, que en varias de sus películas, fijaba su cámara sobre dos de sus actores. De hecho, Malas calles la ancla en Harvey Keitel y Robert de Niro. Le tomó tiempo darse cuenta de que esta trama de gánsters y amistades fraternales, cuenta con distancia la historia de su padre y de su hermano mayor. “Le hizo favores hasta el día que murió, a pesar de que mi tío siempre estaba metido en líos y entrando y saliendo de prisión. Tenían una relación muy estrecha. Asistí a muchas discusiones filosóficas, morales y existenciales entre ellos. Así que la película reflexiona sobre la responsabilidad familiar y sobre dónde termina la obligación, si lo hace”.
Fraternidad, humor y cine inmortal
Esas amistades masculinas han sido una constante en su cine, así como el humor: “Uno no puede, el domingo por la mañana, entre las cuatro paredes de una iglesia, reparar todo el mal que ha hecho. Es un trabajo diario. En el cual la dimensión tragicómica de la existencia siempre me ha llamado la atención. La risa y la burla son absolutamente cruciales".
Y justificó el uso del humor en su cine como herencia de la tradición italiana de la Commedia dell'Arte, y como un rasgo fundamental para que psicópatas o sociópatas resulten seductores.
Siempre a la contra, el cineasta, reconocido este año con el Premio Príncipe de Asturias de las Artes estrenará en 2019 El irlandés, protagonizada por sus habituales Robert de Niro, Joe Pesci, Harvey Keitel y Al Pacino, y producida por Netflix, gigante vetado en la sección oficial de Cannes esta edición por no estrenar sus producciones en pantalla grande en Francia.
Además de acometer nuevas producciones, Marty continuará con su apoyo a la restauración de películas, como la mexicana Enamorada (Emilio El Indio Fernández, 1947), que presentó esa misma noche en la sección Cannes Classics.
"Todo está condenado a la extinción. Todos vamos a desaparecer, y el cine con nosotros. Pero ¿por qué debe desaparecer ahora? Más allá de la cuestión del dinero que el séptimo arte aporta, se debe permitir que las películas viejas vuelvan a vivir. Cuando pienso en todo lo que el cine me dio cuando era joven… Las emociones y el impacto que sentí, no puedo creer que los demás no tengan acceso a ellos”.
Y relata que su hija de 18 años se ha beneficiado de ese gusto por la transmisión cultural. Cuando tenía dos años, Scorsese empezó a ponerle dibujos animados, películas de Chaplin, musicales y, finalmente, drama. “Nos dimos cuenta de que ella y sus amigos ya habían visto 300 películas. Es una educación, un equipaje cinematográfico que le hemos entregado. Y ese sentimiento de compartir justifica que apoyemos el trabajo de restauración. Cuando los jóvenes vienen a contarme su placer después de ver La noche del cazador (Charles Laughton, 1956) o La Dolce Vita (Federico Fellini, 1960) siento mucha felicidad".
Y nosotros al escuchar sus palabras o ver cualquiera de sus películas, maestro.