LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR

The Velvet Underground, Nico y el Micalet

26/02/2017 - 

VALÈNCIA. Hace casi 50 años, el 12 de marzo de 1967 se publicó The Velvet Underground & Nico, uno de los álbumes que empujaron a la música pop hacia una dirección desconocida. Ignorado en su momento, se convirtió en una influencia capital para músicos de generaciones venideras. Y también para gente como yo, que escuchándolo encontró su propio camino. Seguramente, esta historia, aunque de otra manera, ya la he contado antes aquí mismo. Ya lo dijo André Gide, todo lo que necesita ser dicho ya se ha dicho. Pero también dijo que como nadie estaba prestando atención, todo debe ser dicho de nuevo.

Iba caminando por el centro, con un amigo. Viernes por la tarde, otoño de 1977. Nos dirigimos en dirección a la Plaza de la Virgen, pasando por debajo del Micalet. Ya entonces, en el muro que hay frente al de la catedral, los hippies solían colocarse para vender sus cosas. Sobre una tela extendida en el suelo reposaba una serie de discos. Al pasar junto a ellos frenamos en seco. No podía ser. El primer disco de The Velvet Underground estaba allí, expuesto, a tan solo unos centímetros de mí. Turbia mitología neoyorquina sobre suelo valenciano. Había leído mucho acerca de aquel álbum (mejor dicho, había leído muchas veces los mismos artículos sobre él, que no abundaban) pero nunca había visto reproducida su portada en ninguna revista. El plátano amarillo, el fondo blanco, la firma de Andy Warhol en negro.

Milagros de pega

Una obra de culto en el más estricto sentido de la expresión, inédita en España. Si alguien hubiese intentado publicarlo con anterioridad seguramente se habría topado con la censura. Las navidades debían estar cerca. Pensaba que junto a la catedral se había obrado un milagro. De milagro nada. El disco estaba allí porque se acababa de publicar en España. Pagué las 200 pesetas que pedían por él y me lo llevé a casa. La música la había escuchado porque alguien me grabó el disco en una casete después de meses de insistir y suplicar. Para describir lo que pasó en ese momento se me ocurre esta cita de, mira tú por dónde, Lou Reed: “La música afecta a tu estado de ánimo, a tu salud, a todo. Hay muchas canciones de rock que, si no me siento bien, las escucho y hacen que me sienta estupendo. Ese es el milagro de la música”.

Coleccionistas y pioneros

El sello Polydor había lanzado una serie bautizada como Edición Coleccionistas para recuperar discos descatalogados o nunca publicados aquí. Poco después, Hispavox lanzaría una colección similar, Serie Pioneros, que puso en circulación por primera vez en España álbumes de The Stooges, MC5 y Neil Young. Cosas que ocurrían en el mundo discográfico de la transición. Pero lo importante, lo único importante en aquel momento es que The Velvet Underground & Nico, que formaba parte aquella política editorial, se había materializado ante mí. La portada doble, las fotos de Stephen Shore en el interior, las gafas negras de Lou Reed y Sterling Morrison, Warhol sosteniendo una pandereta, las imágenes del Exploding Plastic Inevitable detrás, junto con el nombre del grupo. Qué sencillo es ser feliz cuando se es tan joven.

Playlists que carga el diablo

Hace unos días, mientras pensaba en este artículo, escuchaba una selección musical de las que me hago para aguantar el tute del gimnasio sin mandarlo todo al cuerno. Las recopilaciones que me ayudan a no seguir engordando son de todo tipo y responden a los conceptos más caprichosos. Futuristas, Excéntricos, Espaciales, Disco2000 (esta no sé muy bien en qué se basa), New York Punk, New York Lost (compuesta por grupo de dicha ciudad de los que no se acuerda ni su tía)… La selección de canciones que escuchaba esa mientras me dirigía a ninguna parte trotando sobre la elíptica respondían al epígrafe de Clásicos –clásicos para mí, obviamente- y casi todas ellas están hechas por artistas que conforman una especie de escudo protector. Una fuente de energía sin la cual, seguramente, no habría llegado ileso hasta aquí, o seguramente ni siquiera habría llegado y estaría en otra parte en lugar de sentado frente al ordenador escribiendo. Lou Reed y The Velvet Underground fueron los primeros en ejercer ese efecto sobre mí.

La fuerza que me acompaña

Ese escudo protector fui construyéndolo sin saberlo, a golpe de corazonada. En aquellos primeros años de adolescencia, me fascinaban los Rolling Stones pero me resultaban indiferentes The Beatles. Me atraía la rebeldía de Jim Morrison pero sentí aversión por Jefferson Airplane, por ser tan hippies. Simon & Garfunkel se me antojaban como dos estudiantes aplicados y bohemios que podían pulular por mi propio colegio. Me atraía la música solo si detectaba en ella una sensación de peligro. Curioso, ¿verdad? Adoptar el peligro para construir una coraza. Me consta que ese mismo peligro acabó engullendo a más de uno de mis coetáneos, que inocentemente pensaron que determinados pactos no conllevan un alto precio. Yo debí ser más cobarde o más práctico. No viene nada mal aplicar la sensatez cuando tienes 14 años y vives en un barrio de Valencia pero tu grupo favorito hace canciones sobre heroína, sadomasoquismo y mujeres fatales. Es el contrapeso justo para no perder la cabeza y acabar siendo engullido por tus propias fantasías. La ventaja de construir aquel campo de energía protector fue que aprendí cosas impropias de mi edad. Se quedaron grabadas para siempre, esperando pacientemente a que llegara el momento de poder entender cómo es este mundo. Una lección que llevé estudiada antes de tiempo pero que solo se convierte en práctica mucho mucho después. Desafortunadamente, ese momento casi siempre nos llega tarde a todos.

Cómo cruzar de la Avenida del Cid a la Factory

Cuando era pequeño viví rodeado por un cinturón de peligro imaginario que a veces resultaba muy real. La hebilla de ese cinturón era The Velvet Underground & Nico, uno de los álbumes más despreciados de su época por adelantarse a muchas cosas. Una obra de canciones chirriantes y sonidos feos, con algunas canciones muy bellas que se abrió para mí aquel día de otoño de 1977. Entonces empecé a verlo todo de otro modo. La fealdad de la Avenida del Cid, los estériles libros de texto sobre matemáticas y ciencias, la confusión que dormía conmigo en mi cuarto, las trampas que acompañan a la certeza del sexo. Todo quedó conjurado gracias a aquel regalo y también supe que llegaría a ser inmune a cosas que ya sabía que no me gustaban. Me envolví en peligro y conseguí sobrevivir imaginando un mundo fantástico, como el Asgard de Thor, en el que las paredes de palacio eran plateadas y Lou Reed siempre vestía de negro y la cámara de Warhol filmaba sin cesar. Nico era una belleza perfecta e inalcanzable y la viola de John Cale dibujaba todas las perversiones que anidan en nuestro interior. Pensaba en esas cosas cuando cogía el autobús para ir a la Plaza del Ayuntamiento (que entonces aún se llamaba Plaza del Caudillo) donde había quedado con mis amigos para darnos una vuelta por las calles del centro, otra tarde más, y seguir buscando sin saber el qué.


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