También nosotros, que por nuestra edad seremos víctimas del ministro Escrivá, debemos adaptarnos a lo que viene. Casi nada de lo que nos enseñaron nos sirve para la vida actual. Hay que reinventarse, cada uno como mejor pueda, para ser el hombre nuevo que exige un mundo incomprensible
VALÈNCIA. Estos primeros días de verano ando ocupado en la difícil empresa de convertirme en un hombre nuevo, no en el hombre nuevo de Cristo o Marx, sino en el que impone el delicado momento histórico.
Casi todo lo que con amor y generosidad nos enseñaron nuestros padres y abuelos no nos sirve ahora. Toca, sostienen los entendidos, reinventarse para no parecer un bicho raro. Y en ello estoy, en el doloroso empeño de dejar atrás el hombre que fui y abrazar el hombre nuevo que seré a la fuerza.
“El hombre nuevo es un joven solidario, igualitario y amante de las nuevas tecnologías. Cultiva maneras suaves, cocina platos riquísimos y vota izquierdas”
Esta metamorfosis es más compleja de lo que imaginaba. Hay mucho que transformar en mí: el pensamiento y el lenguaje, la conducta e incluso la apariencia física. En verdad me veo como un traje desgastado por el paso de los años, salpicado de lamparones, que no compensa llevar a la tintorería. Hay que tirarlo o echarlo a un contenedor de Cáritas, y comprarse otro en las rebajas de julio.
Haré examen de conciencia y acto de contrición. Muchos son mis pecados. Soy un hombre que vende conocimientos inútiles, nada menos que de lengua y literatura, groseramente analógico porque ignora las redes fecales, que no sabe cocinar y sigue tratando a los desconocidos de usted, carnívoro y con serias reticencias para depilarse, y esto tiene delito porque es muy velludo. Además le gusta pegar la hebra en cafés decadentes, ir al cine antes que ver series, y pasear por el parque de Abelardo Sánchez de su ciudad, y observar cómo las lindas ardillas saltan de árbol en árbol.
He llegado hasta donde la voluntad y las circunstancias me han permitido. Pero ahora soy un coche sin gasolina, perdido en un área de servicio. Si quiero vivir en sociedad, en esta amable y siniestra sociedad, debo cambiar por completo.
Un hombre obsoleto, anticuado y anacrónico, tan perdido como un limpiabotas buscando clientes en la calle Colón, busca modelos. Hay que arrimarse a los mejores. Actores, deportistas, políticos, escritores, hay un amplio elenco de varones que han sabido amoldarse al espíritu de este tiempo. ¿Será Mario Casas un hombre nuevo? ¿Paco León, tal vez? ¿El ministro Grande-Marlaska? ¿Morata? ¿Bob Pop? Todos tienen los dos tobillos metidos en el fango del siglo XXI, y no como yo, que arrastro, con mi fular de los inviernos, un aire decimonónico, muy a lo Mariano José de Larra.
Después de muchas horas de reflexión he llegado a las siguientes conclusiones. Paso a referirlas.
El hombre nuevo no tiene por qué ser homosexual pero ayuda. Es joven y cultiva maneras suaves, lleva barba de tres días, muy retocada, y nunca dice “hostias” o “cabrón”. Sabe cocinar platos riquísimos, con un toque muy exótico. No le gustan el fútbol ni los toros. Se castiga en el gimnasio. Nunca falla en las manifestaciones del 8-M y del Orgullo. Se esmera por desdoblar el género de las palabras. Es además solidario, igualitario y aficionado a las nuevas tecnologías, siempre con un tuit en la recámara para complacernos. Algunos van al trabajo en bermudas.
En la intimidad, cuando está seguro de que nadie lo ve, el hombre del porvenir se avergüenza de haber nacido varón porque, al igual que les pasa a los cristianos con Adán y Eva, arrastra un pecado original, el de su masculinidad, sinónimo de maldad. A veces se fija en su padre y ve en él lo que detesta: machista, autoritario, madridista y votante de derechas. Huelga decir que el hombre nuevo, pata negra, es de izquierdas. No cabe en ninguna cabeza sensata que pudiese votar a un partido conservador.
Creo que tengo claro el modelo de nuevo hombre, así que me pondré manos a la obra. Comenzaré por lo más fácil, por cambiar mi aspecto corporal. Y me depilaré, aunque me temo que con no excesiva convicción. También haré un esfuerzo ímprobo por emplear el lenguaje inclusivo añadiendo el morfema –es a los conocidos –os y –as.
Mi pensamiento beberá de las fuentes cristalinas de la escritora Cristina Morales y de la cineasta Leticia Dolera. Ya abomino de la poesía de Neruda y de la narrativa de Nabokov. Nunca volveré a ver una película de Woody Allen. He visto, en cambio, la divertida serie Maricón perdido, con una Candela Peña que se sale interpretando a un ama de casa en los años ochenta. Decenas de veces he bailado al son de El violador eres tú. Y me propongo ver, en los ratos libres, tutoriales dirigidos a analfabetos culinarios como yo.
Como veis, voy haciendo mis pinitos como hombre moderno. Después del verano asistiré a un cursillo municipal sobre ‘heteropatriarcado’, en el que me enseñarán a detectar cualquier señal de masculinidad tóxica, empezando por los micromachismos. No volveré a ceder el paso a una mujer.
Hasta fin de año me he dado de plazo para reconvertirme en otra cosa. Como a España, a mí tampoco me conocerá ni la madre que me parió.
Y acabo. Os animo, cuarentones y cincuentones, víctimas de la educación machista de vuestras madres y de las tijeras del ministro Escrivá, a seguir mis pasos. Creedme: el esfuerzo tendrá recompensa. Ya no os mirarán como si fueseis unos chuchos sin dueño conocido. Ese día estaréis felizmente integrados en el sistema.