VALÈNCIA. Con Sant Jordi da inicio la temporada de las ferias y los días en los que el libro se convierte en el gran protagonista. La publicación –en inglés- de Do Angels Need Haircuts?, un libro con poemas inéditos de Lou Reed, me lleva a recordar que fue a través de él y de su música que comencé a buscar mis primeros libros.
En los sueños empiezan las responsabilidades. Era un crío cuando descubrí esa frase y quedé cautivado por ella. En los sueños empiezan las responsabilidades es el título de un relato breve de Delmore Schwartz. Una sentencia premonitoria, que surgía de una grieta de la realidad en la que intentaba cobijarme durante mi adolescencia. Cuando la leí, flotando en algún artículo sobre Lou Reed, Delmore Schwartz no tenía un solo libro publicado en España. Fue uno de los profesores de literatura de Reed en su etapa universitaria, una de esas voces cuyo necesario efecto él mismo definiría en la letra de ‘Street Hassle’: “Ya sabes que hay quienes no pueden elegir / Y nunca pueden encontrar una voz con la que hablar / Que les pertenezca / Y lo primero que ven / que les otorga el derecho a ser / Pues lo siguen / Ya sabes, eso se llama / Mala suerte”. Además de la literatura, Reed tenía en el rock & roll su otra gran pasión. Schwartz, por su parte, lo detestaba, odiaba las letras de las canciones. Esa dicotomía acabaría por determinar la relación entre ambos. Schwartz fue aclamado por algunos de los grandes autores de su época –Nabokov, Bellow, T.S. Eliot- pero fue un escritor sin suerte. La falta de reconocimiento alimentó sus paranoias y estas se diluyeron junto con su talento en un pantano de alcohol. Murió en 1966, completamente solo. Reed le dedicó una canción de Velvet Underground en la que apenas había texto: ‘European Son’.
Sueños y plegarias
Pasarían décadas hasta poder leer aquel relato -y el libro al cual pertenecía- cuyo título entendí dese el primer momento como un aviso. En los sueños comienzan las responsabilidades. Una sentencia que inevitablemente me recuerda a otra de mis referencias literarias de juventud, las plegarias atendidas que darían título a unos de los últimos libros de Truman Capote. Un bautismo cuyo origen está en una frase de Santa Teres de Jesús: “Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las que no tienen respuesta”. Las obras de Schwartz y Nelson Algren (autor de Un paseo por el lado salvaje, la novela de la cual Reed tomó el título para la que sería su primera canción de éxito), eran inéditas aquí en aquellos atribulados años, cuando los setenta se borraban con la misma rapidez con la que florecían los ochenta. Los libros de Capote, en cambio, empezaban a resultar algo más asequibles. Para un adolescente que quería encomendarse a sus propios autores y que –estúpidamente- rechazaba todo aquello contenido en las clases de literatura del colegio, la editorial Anagrama era una especie de Shangri-La al cual entrabas buscando un libro de Capote y del cual ya no salías. Allí, en aquel catálogo que entonces todavía podías abarcar de una mirada, las posibilidades –y cito de nuevo una letra de Lou Reed- eran infinitas.
El masoquismo era esto
Llegué a mis primeros libros a través de los discos que escuchaba. Todos ellos eran de autores relacionados con mis ídolos musicales, así que imagino que si Delmore Schwartz le estas líneas allá donde esté, me estará maldiciendo con todas sus fuerzas. Burroughs, Verlaine, Hunter S. Thompson. La literatura era una extensión del rock & roll. Hasta que logré disociar ambas cosas, era la música la que me empujaba a visitar París Valencia, en busca de libros que rara vez existían en castellano, de títulos que casi nunca aparecían en los libros de texto que supuestamente estudiaba. ‘Venus In Furs’ dejó de ser solamente una canción –la reina de mi colección, eso sí-, cuando di con La venus de las pieles, aquel ejemplar de cubiertas doradas publicado por Tusquets. Tenía mucha razón Diego Manrique, cuando en un artículo sobre los Velvet, afirmaba que el texto de Sacher Masoch era algo cursi comparado con la canción. Bien, por mi parte, calibrar a los 15 años el índice de cursilería del libro fundacional del masoquismo no es otra cosa que pura inocencia –por más que yo entonces pensara lo contrario-; pero más allá de eso, creo firmemente que estas son cosas que suceden por algún motivo. Para hacerte entender, por ejemplo, que la vida está llena de distintas realidades.
Y la decadencia, esto
A Manrique le debo también la lectura de Contra Natura, de Joris-Karl Huysmans, que citaba en un entusiasta artículo sobre Richard Hell & The Voidoids publicado en Star. No había manera de dar con Blank Generation, el álbum del que hablaba, por eso debí leerme aquel texto una cincuenta veces. El libro lo conseguí en 1980, al poco de publicarse en España. Una vez más, el lomo dorado de la colección Marginales de Tusquets incrustado entre otros muchos lomos en un estante de París Valencia. Me fascinó la determinada decadencia de su protagonista, el exquisito Des Esseintes, y subrayé párrafos como este: “Como un ermitaño, estaba maduro para el aislamiento, cansado de la vida y sin esperar nada de ella; al igual que un monje, un intenso hastío le agobiaba; necesitaba recogerse y anhelaba no tener nada que ver con los profanos que, en su opinión, eran todos los partidarios de la utilidad y los imbéciles”.
Durante esa época de primeros centelleos literarios descubrí también la pasión que Patti Smith profesaba por Rimbaud. Hasta que llegó el momento de leerlo, me conformé descifrando las reflexiones y los poemas de otro de sus devotos, Jim Morrison. Señores y nuevas criaturas, era un libro breve pero repleto de imágenes subyugantes: “La cámara como un dios omnipotente, satisface nuestro deseo de omnisciencia. Espiar a los otros desde esta altura y ángulo: los peatones entran y salen de nuestro objetivo como extraños insectos acuáticos”. Otros chicos aficionados a la música encontraron la manera de hacer la suya propia. Por tímido y por torpe, yo preferí creer que aquello tan sagrado sólo podían hacerlo los elegidos, seres sagrados nacidos en Londres y Nueva York.
Una libreta y un bolígrafo me bastaban para intentar decir lo que quería decir. Aquel impulso infantil dio de sí un montón de chorradas que mimetizaban de forma lo que leía. ¿Cómo hacer aquello bien, cómo hacerlo en mi idioma? En lo sueños comienzan las responsabilidades. Cuarenta años después, mi idea de la felicidad ha estado siempre escrita un poema de Rimbaud (“En las tardes azules de verano por las sendas iré, picoteando por el trigo, a pisar la hierba menuda: soñador, su frescura en mis pies sentiré. Y me bañará el viento mi cabeza desnuda”). Ahora también sé que las responsabilidades que proporcionan los sueños llegan acompañadas de un ruido al que es mejor no prestar atención; y sé que, como Delmore Schartz escribió en otro de sus relatos, la única razón para escribir estriba en la actividad misma de hacerlo.