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la nave de los locos / OPINIÓN

Que la vida iba en serio

He sido hombre de pocos pero buenos amigos. Me arrepiento de no haberlos cuidado como se merecían. En el camino he perdido alguno por esta razón. Ahora, cuando empiezo a hacer recuento de lo vivido, veo claro que la amistad es la manifestación más duradera de lo que entendemos por amor 

25/09/2017 - 

Desde la cocina de mi casa observo el cielo plomizo de otro otoño. Como siempre, cuando llega esta estación, los días se acortan; anochece antes. Es una mala noticia para quienes nos habíamos acostumbrado a las tardes largas del verano. Es agradable  pasear por tu ciudad un día de julio, a las diez de la noche, y que aún sea de día. El otoño, sin embargo, ha llegado para recordarnos el cumplimiento de las terribles obligaciones de la vida. El despertador, el colegio de los niños, la matriculación en la academia de inglés —de la que no sacaremos nada en claro—, esa cita obligada con nuestra última amante. 

Mientras malgasto estas líneas, el cielo se ha aclarado y ha salido un sol tímido y de aire remolón. Hoy no puedo ni quiero ocultar mi melancolía. Este sentimiento es propio de nosotros, los sentimentales, que llegamos a encariñarnos de las personas y las cosas y que luego contemplamos, con elegante tristeza, cómo todo se pierde y deja, en el mejor de los casos, el recuerdo de una sonrisa o de unas palabras de afecto.

En las últimas semanas dos buenos amigos me llamaron para comunicarme malas noticias. Ambos están gravemente enfermos. Aún no lo he asimilado

Los melancólicos vivimos más interesados en explotar las lagunas de nuestro pasado que en aprovechar las oportunidades de un presente vulgar. Nuestra memoria es una fuente de dicha y a menudo de dolor. En ella hay escritas hermosas páginas que se refieren a nuestros amigos. He sido un hombre de pocos pero buenos amigos. Entre mis escasas virtudes está la lealtad. La amistad es la manifestación más duradera de lo que entendemos por amor. La amistad requiere esfuerzo y cuidado, mimos y dedicación, para que no acabe marchitándose como una planta que no se riega. No siempre he estado a la altura de mis amigos; alguno se perdió y fue por mi culpa.

En las últimas semanas dos amigos me han llamado para darme malas noticias. Quizá esto explique el tono ceniciento de este artículo. Mis amigos —con quienes comparto edad, pues bordeamos los cincuenta— están gravemente enfermos. El primero vive en un pueblo de Málaga. Le han detectado una dolencia que padeció su abuelo. La maldita genética. Ha comenzado a tener dificultades para moverse. En eso consiste su enfermedad: en que tu cuerpo deje de responderte y acabes inválido en una silla de ruedas. Mi amigo se ayuda ya de un bastón para caminar. Pertenece a una familia numerosa. Varios de sus hermanos han heredado la enfermedad. La madre, una mujer de más de 80 años, cuida de ellos.

Una revisión que detectó un tumor

El otro amigo, que reside en València, me llamó a últimos de agosto. Recuerdo que fue una tarde de domingo. Me dio una gran alegría escuchar su voz. Con él he pasado grandes momentos; compartimos la afición por la literatura, el cine y el placer de hablar sobre cualquier cosa. Las vacaciones las había pasado en Peñíscola con la familia (está casado y tiene dos hijas) y, a su regreso, le esperaba una revisión del estómago, del que se operó hace un par de años. El médico le dijo que le habían detectado un tumor.

Cuando oí esa palabra no supe qué decirle. Uno no está preparado cuando un amigo le dice que tiene cáncer. Esto no se aprende en la escuela. Balbuceé algunas palabras: “Ahora la mayoría se cura de eso”. Dije eso porque ni siquiera me atreví a pronunciar la fatídica palabra. Él estaba más sereno que yo, como si en lugar de un cáncer, le hubieran diagnosticado un catarro. “Estaré desaparecido un tiempo. Ahora tengo que luchar con este bichito”. “Sabes que puedes contar conmigo para lo que necesites”, le contesté. “Lo sé y te lo agradezco de corazón. Sólo te pido que reces por mí”.

Mi amigo es católico practicante, una rareza. Me pidió que no le llamara; él se pondría en contacto conmigo. “Si quieres me puedes mandar algún mensaje a mi correo. Los iré leyendo cuando pueda”. Y se despidió. Le deseé mucha suerte. Lloré después de colgar. Lloré por él y por mi amigo andaluz. Y pensé en aquellos versos de César Vallejo:

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! 
 Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
 la resaca de todo lo sufrido
 se empozara en el alma... ¡Yo no sé!

Si la vida merece ser vivida es por esa gente que nos quiere, y si esa misma vida nos arrebata injustamente a esos seres queridos, ¿qué sentido tiene seguir viviendo?

Muerto de sida en 1990, Jaime Gil de Biedma, el poeta español más grande de la segunda mitad del siglo XX, escribió un poema que resume el estado triste de mi corazón tras conocer las noticias negras que me trajeron mis buenos amigos.

Que la vida iba en serio
 uno lo empieza a comprender más tarde
 
como todos los jóvenes, yo vine
 a llevarme la vida por delante.
 
 Dejar huella quería
 y marcharme entre aplausos
 
envejecer, morir, eran tan sólo
 las dimensiones del teatro.
 
 Pero ha pasado el tiempo
 y la verdad desagradable asoma:
 envejecer, morir,
 es el único argumento de la obra.

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