¿Estamos en el principio de un fin, o de un estilo de vida que hasta ahora reconocíamos como puro y perfecto? ¿Nos queda por delante un año para que nuestras vidas cambien definitivamente y entremos en una nueva era? Nos lo está avisando, aunque sin mucha algarabía para no alterar más las neuronas del calor. Es una interpretación personal, pero todos los indicios nos abocan a un cambio de paradigma en nuestra forma de vida. Al menos para un gran parte de la sociedad.
No es catastrofismo, pero el fin de época tiene cara y números, los mismos que hemos comenzado a sentir desde hace más de un lustro y se han agudizado con la guerra de Ucrania. Lo avisan economistas, ingenieros, expertos en hidrocarburos y energías y hasta los del cambio climático que nos quieren meter una zozobra en el cuerpo mayor de la que de momento necesitamos. En mi céntrica calle ya no hay casi luz y menos aún negocios de barrio. No es derrotismo, simple realidad.
En apenas veinte años hemos ido evolucionando lentamente ante ese nuevo modelo que se ha acelerado en el último lustro más de lo esperado debido a la crisis y las revoluciones sociales, que son otra forma de entender las de hace un siglo. Europa ha quedado en evidencia. No todo era economía cuando nos contentaban con ella: España, turismo; Alemania, industria. Ya se ve.
Llegamos a este final de época después de sufrir una crisis económica -2008/2015- que se llevó por delante a un buen número de empresas familiares ancladas en su antigua realidad pero necesitadas de una nueva forma de gestión y un relevo generacional, aunque no muy dadas a la renovación interna salvo el apoyo financiero, hoy por hoy desaparecido. Tampoco los gobiernos fueron diligentes. Les pillo el dogmatismo y la inoperancia. El poder nunca pisa la calle.
Eran aquellos tiempos de los denominados brotes verdes. Despedimos el ciclo con una pandemia de la que no sabíamos cómo salir, no sólo nosotros sino el mundo global. Es más, algunos países continúan en ella.
También, con una crisis migratoria de altura por los conflictos inacabados en el Mediterráneo. Nos faltaba otra guerra que es más que real aunque tenga muchas variantes y en la que nos hemos vistos envueltos sin esperarlo por la cohesión económica y política.
Las bombas ahora son reales, como en Alepo, aunque de momento sólo las reciban unos, pero existe otra que es tecnológica y económica que es a la que ahora nos enfrentamos. No te invade en sí mismo un ejercito, pero revientan los mercados con los precios de los combustibles y nuestra dependencia fósil, eléctrica o gasística. Los drones, mientras tanto, hacen el resto. Igual borran una ciudad que alteran a los terroristas religiosos. Nosotros hasta entonces aún mirábamos hacia otro lado y seguíamos en nuestra Arcadia feliz. No iba con nosotros.
Nos han puesto fecha de nuestro declive occidental: otoño de 2023. Por ello nos han anunciado un buen número de medidas que una vez terminado este bonito verano de “recuperación”, “resiliencia” y “ganas de salir y divertirnos” nos va a caer encima. Se anuncia recesión, pero sobre todo se alimenta, como advierten los expertos, una cadena de concursos de acreedores que da miedo. Nadie sabe nada. Estamos a lo que venga.
Si la covid se llevó por delante 207.000 empresas según las estadísticas oficiales, los resultados de esta nueva crisis van a ser devastadores. Durante el primer trimestre de 2022 cerca de 2.500 empresas ya lo han hecho. Van al cierre porque la situación es insostenible.
Pero más allá de cuestiones de índole económica, lo que sí está claro es que las nuevas medidas adoptadas con relación al gasto/coste de luz, gas y carburantes, esto es, las restricciones que nos están señalando, van a cambiar de forma duradera nuestros hábitos de vida durante los próximos meses. No sé si por ello están adelantando la construcción de carriles bici y el abaratamiento del transporte público. Igual es que estamos abocados a ellos.
Ya no están reduciendo los propios límites de temperatura sostenible y el gasto ordinario, pero también el general. Todo ello nos va a conducir a un cambio de modelo de sociedad. Hay comunidades, países y autonomías en los que el agua comienza a ser una necesidad. La digitalización ya no tiene vuelta atrás. Nos vuelven a animar a trabajar en casa. Y a aguantar un duro invierno.
Durante años se buscaron fórmulas para que fuéramos más europeos en cuestiones de horarios y así confluyéramos. Ahora vamos a estar obligados con esas medidas como el apagado de escaparates, luces, monumentos y otros consumos sin realmente pensar que eso nos afectará en todo. Sin luz o calefacción no saldremos a la calle, no acudiremos a espectáculos porque estos empezarán antes para terminar en hora o ahorraremos en su gasto y el propio consumo en supermercados o restaurantes. Miedo ya da acudir a algunos mercados y supermercados de barrio de la ciudad y observar su situación y vida natural.
La cuestión es que, al igual que con la covid, todo esto es tan grave y desconocemos su alcance final que se deja en manos de las autonomías y municipios aunque no sabemos si nuestros responsables políticos, tanto los que llevan toda la vida anclados sin aprender nada como los que han venido para anclarse, están preparados para tales retos.
Así que hasta finales de 2023 estaremos en manos de una nebulosa económica y bélica cuyo alcance parece una supernova porque es absolutamente inesperada para una sociedad que se creía calvinista, poderosa, ordenada y perfecta. Pero nada será igual cuando el miedo real campe sin escrúpulos por nuestras vidas.
Nos han metido en un lío sin horizonte reconocible muy próximo intelectual y sociológicamente al sálvese quien pueda. Al menos, esperemos poder contarlo.
Pero ya puestos: ¿Era realmente necesaria esta siniestra locura política sin los pies en el suelo? ¿Necesitamos realmente que la Administración continúe creciendo a base de comisionados que tanto gustan a Ximo Puig?