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La nave de los locos / OPINIÓN

Mi medio siglo se confiesa a medias

Debemos estar preparados para conmemorar 1968. Para unos fue el año que le quitó la caspa a la historia; para otros, el origen de los males presentes. Nací en aquel 1968 en un país que estaba en los arrabales del mundo. Y crecí —respetadme por ello— de la mano de Fofó y Mazinger Z     

12/02/2018 - 

Empiezo a sentirme como un mueble de otra época. Esta semana cumplo cincuenta años. Poner un cinco inicial en tu edad provoca un moderado pánico. Si no sufrí la crisis de los cuarenta, puede que ya me esté esperando la de los cincuenta. Me da miedo hasta mirarme en el espejo del baño por si se me ha puesto cara de prejubilado de Telefónica o del Santander.

Cumplidos los cincuenta, uno está más cerca de la vejez que de la malgastada juventud. Comienzas a ser invisible para las mujeres, en el mercado laboral eres visto como un trasto y tienes más boletos en el sorteo del cáncer. Por cierto, he de pedir cita para hacerme el primer chequeo de la próstata siguiendo los consejos de mis amigos los médicos. Y cuando tenga tiempo libre me informaré de si a mi edad  puedo apuntarme a los viajes del Imserso.

Cuanto llevo escrito no es sino un circunloquio para esquivar el asunto triste de la decadencia física y mental que me espera. Sólo aspiro a envejecer con cierta dignidad, lo que me obligará a tener algún dinero ahorrado cuando me jubile (en el caso de que se dé esta circunstancia) y así pagar la residencia donde una auxiliar de enfermería sin contrato me alimentará con puré de verduras y agua del grifo. Espero no envilecerme demasiado en lo sucesivo.

Cuando se alcanza el medio siglo de vida tienes la tentación comprensible de echar la vista atrás y hacer balance. Calcular el debe y el haber del pasado es una tarea equivocada, un ejercicio inútil, pues lo hecho carece de remedio y casi nunca aprendemos de los errores.

Cincuenta años de aquel histórico 1968

Yo nací en 1968, año que se prestará a muchas conmemoraciones en 2018: el mayo francés, la primavera de Praga, la revolución cultural de Mao, la matanza de Tlatelolco, el asesinato de Martin Luther King. Vine al mundo en una familia de clase media modesta, en una capital modesta de provincias, hijo de un modesto viajante de comercio y de un ama de casa. En mi casa se vivía sin penurias pero también sin lujos. Éramos una familia media que no destacaba en nada. Tuve la suerte de cursar la EGB en un colegio salesiano y el BUP y el COU en un instituto bajo la Ley General de Educación del valenciano Villar Palasí, un hombre a quien no se le ha hecho justicia teniendo en cuenta lo que vino después, la decadencia de la enseñanza no universitaria por culpa de la infausta Logse.

Siendo un niño sentí más la muerte de Fofó que la del general Franco. Y eso que el día en que el dictador murió nos dieron una semana de vacaciones en el colegio, que la pasé en la cama porque caí enfermo de sarampión. Crecí viendo los dibujos de Heidi, Marco y Mazinger Z. A veces mis padres me dejaban ver Los hombres de Harrelson por la noche. Una tarde, mientras merendaba, vi entrar a un señor con tricornio en el Congreso. Dijo alguna palabrota. Me hizo gracia. Mi flequillo era lo único rebelde que tenía por aquel entonces. Nunca me compraron unos Levi's. En el despertar de la siniestra adolescencia llevaba pantalones de pitillo, calcetines rojos y calzaba botines. También me oxigenaba el pelo. Mis grupos favoritos eran Radio Futura y Golpes Bajos.  

Después de la adolescencia llegó la juventud. Estudié una carrera universitaria en Madrid. Eran los años ochenta, la mejor década del siglo pasado, cuando el país se había alejado de la grisura del franquismo sin haber caído todavía en el desencanto y el cinismo. Como otros compañeros de mi generación, conseguí empleo sin dificultad. Cobraba un sueldo razonable y estaba dado de alta en la Seguridad Social. Hoy esto parece irreal pero juro que así fue: ¡un joven licenciado podía vivir de su trabajo!

Cuando se alcanza medio siglo tienes la tentación de hacer balance de lo vivido. Calcular el debe y el haber del pasado es inútil porque lo hecho carece de remedio

Hice amigos y me deshice de amigos. Tuve amores y decepciones, traicioné y me traicionaron. A los treinta perdí a un gran amigo. Envejecí de repente. La vida empezaba a ir en serio. Mi trabajo de periodista me llevó a vivir en distintos lugares, como un emigrante que no se cansa de serlo. En esas vi cómo volaban unas torres en Nueva York y luego unos trenes de cercanías en Madrid. Se acababa el optimismo y llegaba el miedo. Sobreviví a varias crisis económicas, incluida la última, que fue la más sangrienta y que me obligó a cambiar de oficio. Aun así, me llevé la alegría del gol de Iniesta.

Cuesta reconocerse en esta España

Mi país experimentó un cambio sin precedentes mientras eso sucedía, hasta hacerlo irreconocible a los ojos de aquellos niños que merendábamos pan con chocolate viendo a los payasos de la tele. Cuesta reconocerse en esta España. Dicen algunos que es mejor que la de mi infancia, pero no estoy tan seguro de ello. Me temo que escribo bajo el peso de otro sentimiento tan inútil como necesario, el de la nostalgia.

¿Fue la nostalgia o el maquillaje de un pasado poco presentable lo que llevó a César González-Ruano a escribir su libro de memorias Mi medio siglo se confiesa a medias? Con el permiso de este maestro de periodistas, cuyo talento fue superior a su inmoralidad, he tomado prestado el título de sus memorias para este texto. Lo cierto es que mi medio siglo también se ha confesado a medias, en lo que cabía confesar, no en todo, sin entrar en pormenores porque soy celoso de mi intimidad, y no hay mejor manera de preservarla que jugando a la confusión entre la realidad y la ficción, mezclando la confesión sincera con la imaginación en un artículo dedicado a los que nacisteis en 1968 y seguís vivos para contarlo. Felicidades, pues, a todos los nuevos cincuentones.

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