"Nada hay más patético en la vida que un expresidente", cuentan que dijo John Quincy Adams al abandonar la Casa Blanca en 1829, tras 4 años como inquilino del Despacho Oval.
De manera algo más reciente y cercana, Felipe González, Presidente del Gobierno español (1982-1996), acuñó una frase que todos y cada uno de los mandatarios de la democracia española ha podido endosar de una u otra manera al abandonar el poder: “Los expresidentes somos como grandes jarrones chinos en apartamentos pequeños. No se retiran del mobiliario porque se supone que son valiosos, pero están todo el rato estorbando“.
Tanto González como sus sucesores en el Palacio de la Moncloa, Aznar y Zapatero, (sus antecesores, Suárez y Calvo Sotelo fueron indultados para la historia en la kermesse del golpe de estado del 23 de febrero de 1981) han terminado por molestar no sólo a sus antagonistas y rivales políticos e ideológicos sino a sus respectivos partidos y a los dirigentes que les sucedieron, que nunca aceptaron la tutela, la alargada sombra y la seniority de quienes les precedieron en el cargo.
Si la de ser Presidente de Escalera es una decisión que puede cambiar tu vida y la de tu familia forever, granjeándote un horizonte de sinsabores e inquina como el que sólo merecen los villanos de cuento, el ejercicio de la más alta magistratura del Estado, la Presidencia (o el cargo de Primer Ministro en aquellos países y sistemas políticos en los que el poder ejecutivo recae sobre éste), es, en otra escala y plano de responsabilidad, tan desagradecido como aquél, especialmente cuando llega la hora de dedicarse a otros menesteres.
Dese luego, mientras en el vértigo de su mandato, los Presidentes ciñen su corona y conducen al país por las procelosas aguas de la política doméstica e internacional, todo parecen ser aplausos y risas de sus correligionarios (algún día tendremos que hablar abiertamente de las sonrojantes muestras de endoso partidista que la política actual nos deja en redes sociales) así como invectivas y enmiendas totales de los contrarios, en un marco moderadamente aceptable de respeto institucional por el cargo de Presidente y por lo que aquél representa.
Sin embargo, todo cambia de un día para otro, cuando, quienes encarnaron el poder político y paladearon la intensa, embriagadora e imperecedera vivencia de su ejercicio, han de abandonarlo, cediendo casa y hacienda a otro líder dispuesto a imponer su visión y programa políticos y a tratar de forjar su impronta y legado a costa de borrar el de su predecesor, como esos grafiteros pertinaces que emborronan la obra de otros para recordarnos su audacia, su pujanza y la vigencia de su arte y su mensaje.
En efecto, y más allá de las vivencias personales de cada Expresidente y la oportunista sinceridad de unos u otros mandatarios al reflexionar sobre su condición actual de pensionistas, lo cierto y verdad es que no hay en nuestras democracias un oficio más incómodo, ingrato y notoriamente desubicado, que el de Expresidente.
A la perdonable arrogancia de quien se siente intocable por razón de su inmediato pasado y al hermetismo de quien atesora secretos de Estado inconfesables, los Expresidentes unen, como testimonio de un cuadro clínico que sólo suelen sufrir quienes se desempeñaron en tan alta e intensa magistratura, la falta de un rol institucional relevante y definido en nuestras democracias (ser Consejero de Estado, que es a lo que los hemos relegado, vendría a ser para los Expresidentes como una medalla de latón conseguida en un torneo de veteranos) así como la punzante deslealtad de sus antaño aliados y una incomodidad ontológica por la gestión de su legado y memoria por sus sucesores, que procurarán espaciar cada vez más sus encuentros y fotografías con estos inoportunos desahuciados del poder.
Por esta razón, quizá, los Expresidentes nos suelen parecer, en líneas generales, unos personajes hoscos, esquivos y desdeñosos, cuando no, unos auténticos perdonavidas (o como diría mi amigo Ricardo, mucho más pragmático que yo a la hora de descerrajar un epíteto, unos verdaderos gilipuertas, dicho sea, siempre, con el máximo respeto institucional).
Obviamente, la gestión de la imagen y el relato público del mandatario en franca retirada y la proyección de su ejecutoria como rey o reina destronado es, normalmente, una extensión natural de la personalidad y atributos que caracterizaron la Presidencia, y viene condicionada, en no pocas ocasiones, por las circunstancias y atributos que la definieron. De esta manera, un líder con una marcada vocación internacional (y con conocimientos estimables de la lengua inglesa, añado), encontrará, para alivio de su sucesor en el cargo, buen acomodo y pingüe sustento entre conferencias, asesorías estratégicas corporativas y asistencia a foros internacionales (valgan los ejemplos de Tony Blair, Bill Clinton o José María Aznar entre otros), frente a otros mandatarios mucho más interesados en seguir influyendo en las cosas de casa, como si nunca hubieran dejado el poder que ya no ejercen (citaremos, entre otros a Rafael Correa en Ecuador o al estiradísimo Silvio Berlusconi en Italia).
En cualquier caso, y a la luz de las estadísticas, lo que parece condicionar ese legado presidencial y su proyección histórica es, sin duda, la forma en que los Presidentes abandonaron el cargo y el cuestionamiento posterior de su mandato (especialmente amargo cuando éste se lleva a cabo desde un órgano judicial o al calor de un sumario penal).
En el caso de España, la realidad nos muestra una realidad presidencial muy controvertida en el ámbito autonómico (regional), pues, cifra arriba, cifra abajo, hasta 20 ex presidentes autonómicos han sido imputados por la Justicia, y en algunos casos condenados, fundamentalmente por delitos relacionados con la corrupción, lo que daría razones de peso a quienes desde distintas instancias y atalayas ideológicas (no pocas veces alimentadas por un populismo de bajos vuelos) pretenden acabar, sin matices, con los privilegios de los que disfrutan los Expresidentes (especialmente en la forma de sueldos vitalicios, coches oficiales y despachos con personal).
Si además, añadimos al cóctel la grosera realidad de escándalos como el de la constructora brasileña Odebrecht (un verdadero sindicato tropical del crimen) y las pruebas que apuntan a la presunta implicación en coimas y sobornos de hasta 14 Presidentes y Expresidentes latinoamericanos (Michel Temer, Lula da Silva (Brasil), Ollanta Humala, Alejandro Toledo (Perú), Ricardo Martinelli (Panamá), Mauricio Funes (El Salvador) entre otros), la causa global que pretende, con carácter general–y más allá de la eventual condena penal- suprimir las prebendas de las que gozan los Expresidentes gana adeptos, viviéndose con especial en estos días, por ejemplo, en México, donde se la cuestión se encuentra bajo discusión en el Senado y ha pasado a engrosar los programas de algunos de los candidatos a la Presidencia del país azteca en las elecciones de 2018.
Barack Obama, el expresidente en ejercicio quizá más famoso y que dejó la Casa Blanca hace ahora algo más de un año (alguno diría que ha pasado una eternidad desde entonces) al ser preguntado sobre sus intenciones al abandonar el cargo dijo que lo primero que iba a hacer era dormir. También bromeó con que necesitará crearse una cuenta en la red social LinkedIn para buscar trabajo, aunque dada la juventud con la que accedió a su retiro, el aceptable nivel de popularidad con el que dejó el Despacho Oval y la polarización social y escenario de tensión que su sucesor ha impuesto como razón de ser de su mandato, muchos opinadores piensan (o esperan, en un ejercicio de whishful thinking político) que Obama no se retirará a cuidar y bruñir su legado presidencial como tienen por costumbre los expresidentes norteamericanos en una democracia como la estadounidense que rinde un sincero respeto institucional a sus mandatarios, como testimonio de una cultura política genuina y marcadamente patriótica, que en ocasiones en Europa sólo alcanzamos a atisbar al calor de las series políticas que nos llegan con Netflix.
Y es que Obama ha engrosado la lista de 13 expresidentes que fundan una biblioteca y centro de estudios con su nombre para perpetuar la memoria de su mandato, y lo hacen, además, con dinero del gobierno federal y generosas donaciones privadas, que permiten que el proyecto memorial no se quede en un mero sello de correos o en bibliobús itinerante con los anaqueles rebosantes de ejemplares de las memorias del Expresidente que nadie quiere leer.
Este apéndice institucional de su mandato que constituyen estos Centros y Bibliotecas Presidenciales, ha permitido a los norteamericanos, mucho menos inquisitoriales que los europeos con los desempeños de sus ex mandatarios y su legítima aspiración de prolongar su influencia política y ganarse la vida tras el cargo, superar de manera razonable el rol de jarrones chinos atribuido a los Expresidentes, pues estos encuentran en los atrios y salas de conferencias de estos centros consagrados a su memoria, una digna y estimulante caja de resonancia de su mensaje, legado y compromiso con su país, con éxitos tangibles como el de Jimmy Carter, que ganó el premio Nobel de la Paz en 2002, por el trabajo del Carter Center, que fundó en Atlanta un año después de dejar la presidencia del país.
Tal vez, el más americano de los Presidentes españoles (y lo digo sin atisbo de sorna) sea José María Aznar, que impulsó y presidió FAES, el Think Tank más influyente de la derecha patria, y después el IADG, Instituto Atlántico de Gobierno en Madrid, Centro de Excelencia desde el que educa y ahorma nuevos líderes conservadores, previo pago de la correspondiente matrícula.
Quizá a este respeto patriótico tan norteamericano por sus instituciones de gobierno, y en esencia, por la figura de sus Presidentes y Expresidentes, contribuya, igualmente, el hecho de que el tercer lunes de febrero de cada año se celebre en los EEUU el llamado “Presidents Day”, o “Día del Presidente” en el que se conmemora el nacimiento de George Washington y se rinde homenaje a la memoria y legado de sus mandatarios. Un día festivo federal para millones de trabajadores y estudiantes de todo el país y en el que diversas agrupaciones se reúnen para realizar distintas celebraciones y reconstrucciones de hechos históricos nacionales, además de haberse convertido, por obra y gracia del Made in USA en una fecha marcada en el calendario para las ofertas y descuentos de miles de productos de consumo, a la zaga del exitoso Black Friday.
Igualmente, la normalidad yel respeto institucional hacia los expresidentes americanos, más allá de la sinvectivas políticas o de la emergencia actual de una política sin partidos (de la que Trump y Macron constituyen sus más adelantados e influyentes heraldos) se gana con los hechos y la puesta en escena de su aparente unidad frente a la adversidad, aderezada con excelentes dosis de marketing y storytelling en el que los norteamericanos nos dan ciento y raya, yque llevó el año pasado a juntar en Texas, en un acto benéfico, a los 5 expresidentes vivos de losEEUU (Barack Obama, George W. Bush, BillClinton, George H.W. Bush y Jimmy Carter), que luego posaron con Lady Gaga en una foto que rápidamente se hizo viral en redes sociales dándole una dimensión cósmica al evento.
Esta naturalidad, tan arraigada en la cultura política del país (que es la misma con la que los estadounidenses aceptaban los bailes de Obama, las carreras de Bush padre o los solos de saxofón de Bill Clinton) resulta impensable hoy en otros lugares, donde a los Ex presidentes, molestos, incómodos y recelosos como los vemos, sólo los sentamos juntos en funerales de Estado. Es para hacérselo mirar, creo.
Quizá, si hacemos caso a Theodore Roosevelt, haya algo peor que ser Expresidente. “LaVicepresidencia no es más que un peldaño hacia el olvido total", dijo, y creo quetenía toda la razón.
Pablo Sánchez Chillón
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Berlusconi protagoniza la última película de Paolo Sorrentino. Lo echábamos de menos. Extrañábamos sus chistes facilones, las velinas y sus líos con el fisco. Silvio ha sido un visionario de su tiempo. Inventó el populismo, acuñó las mentiras verdaderas y trató a los votantes como clientes. Ahora vuelve para arreglar la Unión Europea