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todos los hombres del presidente / OPINIÓN

La (mala) reputación

“Alicantina” (Del diccionario de la RAE)

1. adj. Natural de Alicante, ciudad o provincia de España. U

2. adj. Perteneciente o relativo a Alicante o a los alicantinos.

3. f. coloq. Treta, astucia o malicia con que se pretende engañar.

9/12/2017 - 

Hoy no os hablaré de Políticos en Zapatillas. Hoy es el día de la Corrupción y nos vamos a poner más serios. Bueno, para ser más exactos, el día en el que Naciones Unidas –que parece tener una cosa para cada jornada- celebra la jornada internacional contra la Corrupción. 

Desde luego, los datos globales que maneja la ONU son espeluznantes: cada año se paga el equivalente a un billón (con b) de dólares en sobornos, y un cálculo más bien conservador de un organismo (tozudamente conservador) como Naciones Unidas estima en 2’6 billones de dólares los recursos defraudados al sistema mediante las múltiples caras (y bolsillos) que adopta la corrupción en el mundo.

Esto quiere decir, para que nos entendamos, que si la Corrupción fuera un país, atesoraría el 5% del PIB mundial, casi al nivel de economías como la de Japón, por ejemplo, o tres veces más que España, sin ir más lejos. Por cierto, estos mismos estudios que miden el impacto de la corrupción en nuestras sociedades nos revelan, que los eventuales mandatarios y representantes de esta antiquísima República Global del Fraude visten traje de chaqueta y comparten código postal con muchos de nosotros, aunque esa es otra historia que, por grosera, no cabe hoy en este artículo.

Declinada en clave local, cercana, la corrupción, es, si cabe, más dolorosa y polémica. 

Si resulta gratificante comprobar cómo todos compartimos una cómoda y firme opinión común de denuncia de esta corrupción de naturaleza casi africana que salpica los informes de los organismos internacionales (normalmente escucharéis aquello de “nosotros los demócratas…” como indispensable entradilla en boca de un orador comprometido contra esta lacra), esta armonía desaparece al analizar el alcance y las consecuencias de la propia corrupción política e institucional y especialmente, al investigar y denunciar las causas y origen de un fenómeno que se interpreta como si de una plaga bíblica se tratase. 

Desde luego, y aunque los síntomas de la lacerante colusión entre los intereses del poder y los del dinero se han manifestado en todas partes, es cierto que, en algunos lugares, y por razones diversas, los estragos morales de la corrupción se presentaron como un endemismo, como un particularismo que marcó, manchándola, la agenda pública y con ella, el relato del territorio, de su economía y su sociedad. 

Quienes lean estas líneas desde lugares como la Comunidad Valenciana, en España, entenderán de qué hablo. Si en su novela Crematorio, Rafael Chirbes nos regaló un testimonio crudo y dolorosamente reconocible sobre la vía valenciana a la inmoralidad y a la escombrera ética con epicentro en la inolvidable Misent, en términos puramente económicos, la corrupción percibida, que no coincide exactamente con la real, ha hecho un daño enorme a los activos intangibles de nuestro territorio que aún hoy se deja sentir. 

En efecto, a la erosión de la confianza global en nuestras instituciones, empresas y sociedad y a la hipoteca sobre su competitividad hasta niveles que desde algunas instancias estamos tratando de cuantificar con método, estómago y visión prospectiva, se añadió, sin capacidad de reacción, un colapso de la autoestima colectiva y una propensión a la melancolía que se han convertido en atributos recientes de la vecindad civil valenciana, más allá de los que tradicionalmente caracterizaron nuestra forma de ser y parecer.

En el plano puramente político e institucional, y con independencia de que nos situemos ante el desdén de los negacionistas de la corrupción vivida (que los sigue habiendo), o bajo las invectivas de aquellos que han hecho de la denuncia ad nauseam de la degradación moral de quienes les precedieron en el cargo el fundamento de su relato político, lo cierto y verdad es que la pérdida de confianza en las potencias colectivas del territorio o este ramalazo melancólico post traumático que nos dejó esta crisis moral sin precedentes se han convertido en cuestiones de naturaleza epidérmica para alicantinos, valencianos y castellonenses.

No en vano, la hipoteca colectiva de la corrupción es fácilmente detectable para el observador fino tanto en el titubeante relato de quienes hoy reivindican, desde las instituciones, mejores infraestructuras o financiación para nuestro territorio, como en quienes, desde el mundo del asociacionismo empresarial, por ejemplo, enmascaran su incapacidad de impulsar un proyecto común o compartido (que no es lo mismo) con recursos al ombliguismo más rancio y destructivo.

Si en los momentos dulces del Campismo nos gustó reconocernos –sin empacho- como un territorio anabolizado por el optimismo y les noves glòries que ofrecíamos a España, la ruidosa arribada de los tripartitos, cargados de una arrogante urgencia histórica (nos sobran los motivos, que diría Sabina) nos descubrió, de repente, como habitantes de la zona cero del holocausto zombi de la corrupción, y eso no hay cuerpo ni sociedad medianamente normal que lo aguante.

Puestos a formular juicios políticos, además, el recuerdo de la corrupción y su paternidad se ha convertido en una recurrente y peligrosa herramienta para la comunicación política y el rédito electoral de algunas formaciones políticas, y que, hoy, pasado el ecuador del mandato político autonómico y en una España que se sacude los estertores de la crisis económica, resulta tan perniciosa para nuestra sociedad como la ridícula actitud de quienes, desde el otro extremo del arco ideológico la niegan e ignoran, incapaces de pasar página y aun, tomo o biblioteca.

Más allá del fragor de la contienda partidista, o del ruido seductor y la unidimensionalidad discursiva de las redes sociales, algún observador imparcial diría que tal vez, y por razón de una losa reputacional ganada que parece seguir pesando mucho, a la Comunidad Valenciana le falta un relato creíble e ilusionante y, además, una capacidad real de influir en la agenda pública. Superada la catarsis colectiva y el flagelo, nos vendría muy bien como punto de partida de un proyecto común de futuro.

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