VALÈNCIA. Hace unos días se cumplieron diez años de la muerte de Michael Jackson. La mayoría de los artículos que se publicaron para recordarlo hacían hincapié en su faceta más infame o se regodeaban en los detalles más escabrosos de su muerte. Iba a añadir, “como si en su momento no hubiésemos tenido suficiente”, pero la frase queda invalidada por las circunstancias del presente. Claro que no tuvimos suficiente, cómo íbamos a tener suficiente si ya casi lo habíamos olvidado, no está de más que se nos refresque la memoria. Con algún dato. Con alguna foto sórdida que no se publicó en su momento. Con algún libro oportunista. O con un documental que escarbe en la basura. Y al final, eso es lo que importa. Las dimensiones de la tragedia, la espectacularidad de un declive, la posibilidad de aferrarse a las peores sospechas. Todo eso en vida del artista tenía menos importancia, pero una vez finiquitado el sujeto, ancha es Castilla.
La primera vez que leí la letra de ‘It’s Only Rock & Roll (But I Like It)” de los Rolling Stones, me llamaron la atención los primeros versos. Si pudiera clavarme un bolígrafo en el corazón y este se desparramara por el escenario, ¿te quedarías satisfecho?, ¿se deslizaría sobre ti? Mick Jagger era muy consciente de que el público es un ente caníbal. Y sólo estábamos en 1974 cuando escribió eso. Casi medio siglo después los límites del espectáculo cada vez están más difusos, y cada tanto dejamos entrever que, de un modo inconsciente, nos da lo mismo música que muerte. La de Michael Jackson fue la penúltima defunción de una gran estrella que terminó convertida en crónica sensacionalista de niveles interplanetarios. Lo suyo fue monumental, pero poco más de dos años después, Amy Winehouse sucumbió también a las consecuencias de su propia vida y el circo volvió izar su carpa. Hay estrellas y celebridades que no pueden elegir una forma de morir y sólo pueden hacerlo en público. Existen multitud de maneras de irse de aquí mucho más terribles que acabar asfixiado por el éxito. Pero la idea de que sobrevengan las horas finales sabiendo que hay una docena de paparazis escondidos en el seto de tu jardín, y legiones de descerebrados preparados para despedirte con una sarta de maldades y tópicos no deja de ser una perspectiva tristísima
A Michael Jackson se le fue la mano con el Propofol y se acabó Michael Jackson. Fue un cadáver llorado, por supuesto porque de lo que se trata, en muchos casos, es de llorar, de ver quién llora más alto, con más pesar. A mí dejó de caerme bien a medida que su megalomanía iba superando con creces a sus frutos artísticos, porque a partir de Bad –que ya no fue ni por asomo la maravilla que sí fue Thriller- la cosa fue resultando cada vez más y más irritante: un artista autocoronado como rey del pop empleando todo su poder mediático para defender su trono. Cuando se hizo pública la denuncia del primer menor, la cosa pasó de grotesca a inquietante. A mí me ha costado siempre creer que fuese inocente de lo que se le acusaba, y también me daban y me dan mucho asco esos padres llorosos que permitieron que sus hijos pasaran la noche con un adulto porque era famoso y millonario. Así el ruido del goteo de las cloacas va subiendo de intensidad, y eso que la muerte de Jackson fue anterior a la eclosión de redes sociales.
Aunque el suyo fuese un caso radicalmente distinto al de Jackson, Bowie, supo gestionar su muerte y convertirla en silencio. Una vez lejos de este mundo, si tus allegados saben blindarse ante lo que inevitablemente se avecina, todo da igual. Al menos poder marcharse sin tener que oír el cuchicheo de los cotillas, algo que no se le permitió a Jackson ni a Winehouse. Las muertes de ambos están estrechamente relacionadas con la presión de ese público insaciable que quiere música, quiere arte, quiere intimidad y, si puede ser, un poquito de tripas resbalando por el escenario, tal como escribió Jagger. Sí, Jackson era sospechoso de haber cometido actos punibles, pero cuando le llegó el momento a Prince, que más allá de esgrimir un ego como un obelisco no cometió mayores crímenes contra la humanidad, también hubo quién aprovechó para sacar a al balcón algún que otro trapo sucio. ¿Qué habría ocurrido si Kurt Cobain se hubiese quitado la vida con todos nosotros, usuarios de las redes sociales, sentados frente al teclado de nuestro ordenador? Un hecho ya de por sí triste y doloroso, amplificado y distorsionado, transformado en tema de discusión para miles de personas que pasado mañana estarán distraídas con otra cuestión, la que sea. Indignados por el final de una serie o poniendo a caldo el disco nuevo de un artista importante.
Imagino que todas estas circunstancias van implícitas al hecho de convertirse en un personaje público. En alguien que ha de pagar los intereses del precio de su éxito con un esfuerzo extra para que le dejen seguir teniendo una vida propia. Le ocurrió a Marilyn Monroe. Le ocurrió a Elvis. Sobre todo le ocurrió a Lennon, que fue víctima directa de la fama porque a él no lo mataron los medicamentos legales, lo mató un desequilibrado que ansiaba matar famosos. Este caso en concreto es infinitamente más trágico si tenemos en cuenta que su amigo Bowie, que estaba también en la lista de objetivos de Mark Chapman, grabó unos meses antes una canción –‘It’s No Game Pt 1’- que decía: “Méteme una bala en la cabeza y saldrá en todos los periódicos”. A Cobain lo mató un cóctel de sentimientos que incluía el cohabitar a disgusto con la popularidad. Porque la popularidad, sobre todo si es a escala mundial, te convierte en miles de personas distintas, que se pueden parecer más o menos a ti, pero que no son lo que eres tú. Y eso conlleva el hecho de que miles de personas quieren algo de ti que presuponen que tienes que darles. Deberse al público. Para todo aquel que sea capaz de sobrellevarlo no debe de ser un mal plan. Para todo aquel que, a pesar de tener el dinero y el poder, es tan vulnerable como cualquier mortal, tiene que ser una insufrible pesadilla.