David Lorenzo lleva al papel la famosa novela de Emilio Carrère que Edgar Neville convirtió en un clásico del cine fantástico español
VALÈNCIA. Si la fortuna sonríe a los audaces, a David Lorenzo le ha dedicado una sonrisa de oreja. Y es que no es fácil enfrentarse a una obra tan valorada por la parroquia friki como La torre de los siete jorobados y salir airoso. Pero el dibujante madrileño lo ha conseguido en un cómic, que nos llega de la mano de Desfiladero Ediciones, y que se aleja en la medida de lo posible de la versión más conocida (la adaptación de 1944 de Edgar Neville, que en su día fue un fracaso de crítica y público) para beber directamente del relato original, el que publicó Emilio Carrère en 1920. La prueba de lo bien que ha sido recibido su trabajo por los aficionados es que en apenas un mes ya va por la segunda edición.
«Creo que, como todos, descubrí La torre de los siete jorobados a mediados de los 90, cuando José Luis Garci la incluyó en su programa Qué grande es el cine. Como aficionado al séptimo arte y a lo fantástico aluciné, y se quedó en el recuerdo. Pero en 1998, cuando Valdemar recuperó el texto original, empecé a rumiar la idea de llevarla al cómic», explica Lorenzo. Como dibujante, solo había firmado historietas cortas y la lectura le pilló en un momento en el que valoraba dar el salto a la novela gráfica pero le faltaba una historia potente. La posibilidad de adaptar esta novela de misterio —con un Madrid subterráneo, muertos que buscan venganza y una extraña secta satánica compuesta por jorobados— le pareció un excelente punto de partida
Leído el libro, tocaba revisitar la película «y me sorprendió ver que faltaban cosas que en la novela tienen mucha fuerza. Me gusta mucho la adaptación, creo que Neville captó muy bien la esencia, aunque se dejara cosas fuera, pero precisamente eso que se queda fuera es lo que a mi más me gustaba del texto de Carrère y es en lo que baso mi adaptación», añade. Es fácil de entender porqué, en plena posguerra y con el nacionalsocialismo en todo su apogeo, Neville renunció a los elementos más esotéricos del relato original.
Empiezó así el proceso de escribir el guion, hacer el story, dibujar… «pero como soy músico se me cruzaron otros proyectos, algunos tan locos como tener un hijo, y acabé guardando todo en el cajón». Así, hace un par de años decidió que era el momento de sacarse la espina y acabar el tebeo. «Aunque de trabajo efectivo se puede decir que he tardado más o menos un año, desde que tuve la idea hasta que salió de la imprenta han pasado unos quince años, lo que le da un no sé qué de malditismo a esta versión muy en sintonía con la leyenda que acompaña a La torre…
Una de las decisiones más arriesgadas de David Lorenzo, también de las más acertadas, tiene que ver con el color. El de la novela, en la mente de todos los aficionados, es el blanco y negro de la adaptación de Neville que, a su vez, bebe mucho del expresionismo alemán. «Pues curiosamente desde el principio tuve claro que iba a ser en color y, además, qué tipo de color exactamente. Hasta la fecha, siempre había utilizado tonos más oscuros, más tramados, pero aquí lo vi siempre con tintas planas y una gama muy relacionada, que fueran afines», dice el autor. Al final, esas tintas ligeramente apasteladas contribuyen, y mucho, a dar una visión personal a una obra tan asentada en la memoria sentimental de los aficionados al género.
Por otra parte, uno de los aspectos que ha contribuido a cimentar la leyenda de la novela es su paternidad. ¿Realmente es obra de Carrère? La duda surgió cuando al reeditar el texto, en 1998, la editorial Valdemar incluyó un prólogo del escritor Jesús Palacios en el que aseguraba que gran parte de la autoría de La torre de los siete jorobados había que atribuírsela al hoy casi olvidado Jesús de Aragón, pero a quien en su época se llegó a bautizar con el ‘Julio Verne español’. La polémica surge porque La torre… fue, en su origen, un relato corto y hubo que alargarla (más del doble de su extensión original) para poder reeditarla como novela larga. Una práctica, por cierto, muy extendida en la época.
Según Palacios —que se apoya en La novela de un literato, la autobiografía del también escritor Rafael Cansinos Assens — Carrère se presentó ante el encargado de la editorial V. H. de Sanz Calleja, Manuel Palomeque, para venderle su última novela. Este la guardó en un cajón hasta que semanas después decidió leerla y ¡sorpresa!: Salvo un capítulo, todas las demás páginas estaban en blanco. Había sido víctima de un engaño urdido por el escritor, conocido por tener un agujero en cada bolsillo como todo bohemio (él más por postura que por necesidad) que se preciara.
Para salir del paso Palomeque contactó con un todavía desconocido De Aragón, quién accedió a ampliar el relato corto original (titulado Un crimen inverosímil) a cambio de que se publicaran sus dos primeras novelas (Cuarenta mil kilómetros a bordo del aeroplano ‘Fantasma’ y Viaje al fondo del océano), como así ocurrió. Según aseguró el escritor, estudió a fondo el estilo de Carrère durante tres meses y lo hizo con tanto celo que este acabó por pedirle poder corregir las galeradas de lo contento que había quedado con el resultado.
Así, según Palacios, La torre… no es una novela sino dos: el principio y el final (apenas nueve capítulos y medio) salieron de la pluma de Carrère y nada menos que diecinueve y medio, de la De Aragón. El resultado es el de una novela dentro de otra novela, de ahí la hipótesis de la doble autoría.
La hipótesis del siempre riguroso Palacios se ha impuesto entre el fandom, y de hecho el erudito Pedro Porcel se remite a ella en la introducción a la presente edición, aunque ha sido muy cuestionada. En 2002 Alberto Sánchez Álvarez-Insúa, científico titular del Instituto de Filosofía del CSIC, y la investigadora de la Universidad Complutense de Madrid Julia Mª Labrador Ben publicaron un artículo (Génesis y autoría de La Torre de los siete jorobados de Emilio Carrère) en el rebatían punto por punto la teoría que atribuye a De Alonso la mayor parte de la obra.
Sobre el papel de este, para empezar, hay dos versiones contradictorias. Mientras que Cansinos Assens aseguraba que Carrère solo había entregado un capítulo completo, el ‘Julio Verne español’ aseguró —en una carta a su editor José Zendrera, de la editorial Juventud— haber dispuesto de un original «sin terminar» y «un verdadero caos de cuartillas mezcladas entre folletines de periódico y otros escritos sin relación alguna con la novela».
En su trabajo y Sánchez Álvarez-Insúa y Labrador Ben descartan la versión de Casinos, ya que contradice la De Aragón, y ponen en solfa la de este último. ¿Qué sentido tenía que Carrère solo incluyera en el legajo un primer capítulo de una futura novela cuando esta, en realidad, ya había sido publicada hasta en dos ocasiones y gozaba de bastante popularidad? Eso sí, Carrère la publicó en cada ocasión con un título distinto para pasar por caja dos veces: El señor Catafalco (1916) y El mal de ojo (1917). Por cierto, en 1920 volvió a las librerías con el nombre de Un crimen inverosímil, de ahí la confusión de Palacios.
Esto no excluye que De Aragón pueda seguir siendo el autor del resto de La torre…, pero los investigadores también discutieron este argumento. Entre el material que Carrére entregó a su editor figuraban, seguramente, otros dos relatos (más breves) que constituyen el núcleo del material añadido: Mascarillas pintorescas. Sindulfo, arqueólogo y cazador de alimañas (1918), Retablillo grotesco y sentimental. El amigo Fandul (1919) y Los monstruos de la sensualidad. Además, el ‘Julio Verne español’ tomó prestado de otras obras de Carrère, como El espadín del caballero guardia o La leyenda de San Plácido.
Junto a este argumento, los investigadores añaden uno no menos interesante a la hora de restar protagonismo a De Aragón. Este, además un autor novel, era un católico bastante tradicional, mientras que Carrère fue un bohemio, interesado por el espiritismo y el ocultismo, y seguidor de la Teosofía, la disparatada doctrina creada por Helena Blavatsky. La obra de la autora rusa fue introducida en España por el influyente escritor Mario Roso de Luna a quién al autor de La torre… conocía.
Entre las excentricidades de Carrére (cuya vida como hijo natural de un abogado con aspiraciones políticas que le abandonó pero que no dejó que le faltara de nada merece es de novela) incluía pasearse con una capa que, decía, había pertenecido a un enterrador. Muchas postura para alguien con demasiado dinero para haber formado parte, como le hubiera gustado, de la golfemia, el ala más decante y empobrecida de la bohemia literaria madrileña.
Dos formas de ver la vida (y dos maneras de escribir) las de Carrèrre y De Argón, que llevan a concluir a Sánchez Álvarez-Insúa y Labrador Ben que, en realidad, el segundo apenas escribió cinco capítulos completos (de escasa relevancia para la trama) aunque intervino en menor medida en muchos más. Sin él, es cierto, el resultado final hubiera sido otro, pero sin Carrère no habría novela.
«No sé quién tendrá razón» —concluye David Lorenzo— «pero mola: un misterio más para la novela».