Es inevitable: el universo no puede ser el universo y ser tiene que ser cualquier cosa menos lo que creemos que es. La revelación, cuando viene, provoca asombro, miedo, congelación, parálisis, desconcierto, frustración, ganas de decir ya basta, ganas de romper la baraja y salirse por una esquina, estupefacción, ira, sensación de haber sido engañados, dolor de cabeza, visión de túnel, frío, dolor en las articulaciones, la falsa cercanía de la verdad en la punta de los dedos o de los ojos, vértigo, náuseas, resignación, desgana, olvido, indiferencia temporal a la cuestión. Volverá el asombro, el miedo y todo lo demás más tarde, pero siempre nos rendimos: no hay quien entienda todo esto, y sanseacabó. O se rompe de golpe una costura con un tremendo raaaaas y lo que sea que sea se manifiesta, o poco más podremos hacer que decidir seguir con el día que se nos haya presentado esa mañana, coger las llaves, cerrar bien la puerta al salir de casa, ir a nuestras ocupaciones, cumplir con ellas, volver a casa, ver un programa a la hora de la cena y precipitarnos al sueño que tiene la negrura del abismo para salir despedidos de él en unas horas con el hechizo inverso del despertador.
Probablemente ninguno de nuestros conceptos sirvan de mucho: deben encontrarse muy muy lejos de algo a lo que podamos llamar estándar. ¿Será estándar una idea con sentido más allá de la mente humana? Arriba y abajo no son demasiado fiables, el antes y el después apenas son referencias, puede que tú o yo, tampoco. Que no cunda el desánimo: quizás ni siquiera estemos aquí, porque aquí no signifique nada. ¿Cómo, conociendo lo que vamos conociendo -o creemos que conocemos- podemos pensar que el entorno en que vivimos va a ser algo que podamos representar en nuestros cerebros, que siguen creyendo que lo que aprendimos en primaria es válido cuando mucho de aquello ya ha sido actualizado o directamente descartado? Vivimos tranquilamente en los conocimientos que fueron pero que ya no, y ni nos despeinamos. Tal vez no nos haga falta saber para vivir, y con dejarnos llevar por los toboganes líquidos de los días sea suficiente. A lo mejor lo sabemos ya todo y ni nos hemos dado cuenta. A lo mejor nuestras células corren hacia su desintegración en un proceso que da como resultado un ser ínfimo que crece en un charco cálido en un planeta en construcción, que da lugar a una cadena de seres que da como resultado el bebé que nació de nuestros padres en el día de nuestro cumpleaños: como correr a lo loco, tan rápido que acabemos viéndonos la espalda.
Algo así, también, como desplazarnos sin saberlo sobre la cara única de una cinta de Moebius, no una filmada por el historietista Jean Giraud responsable de El Incal, sino ese objeto posimposible que podemos construir cortando una banda, dando la vuelta a uno de sus extremos y cosiéndola de nuevo al otro extremo, de tal modo que lo que obtengamos sea una carretera infinita de una sola cara y un solo borde, un objeto no orientable terrorífico y perfectamente cotidiano. Algo así, también, como desplazar nuestros ojos sobre las historias que componen el Moebius de Matías Candeira -ganador del LIV Premio Literario Kutxa Ciudad de San Sebastián publicado por Algaida-, que en su naturaleza de libro nacido de alguien convencido de lo que hablábamos en el párrafo anterior -quizás sea mucho suponer que Matías Candeira piense así, pero es lo que parece-, ha tejido con hilos de palabras negras puentes que entran y salen de la página para entrar y salir de otras páginas en otros planos que nuestra lectura no hipertextual no puede percibir a simple vista: esto es como cuando se dobla un folio por la mitad y se atraviesa con un lápiz para explicar un agujero de gusano o cuando una simulación por ordenador trata de hacernos verlo que podría ser un objeto en más dimensiones de las que conocemos. El hilo va acercando irrealidades cada vez que Candeira lo tensa, y en ese punto de contacto pasa de todo: sobre todo pasan seres que están en un sitio y en el contrario, aunque parezca que viajan a bordo de un barco acompañados de sus antagonistas o enemigos o presas depredadoras.
Leyendo como toca, prestando atención a los vicios de los que cada autor hace gala, damos en este caso con círculos negros, llaves, y costuras: una llave en la cabeza, una llave azul, una llave diminuta, una llave para cada mano, las palabras cosidas a la tráquea. Los personajes de Moebius Candeira narran como ven: con muchos más matices, con otros códigos, con asociaciones -no caeremos en la trampa de afirmar que sinestésicas por no hacerle más daño al fenómeno, a la condición que ahora al parecer posee uno de cada cuatro misticurrones- que se retuercen sobre el lenguaje al que estamos acostumbrados y se derraman sobre los hechos para ofrecernos otras posibilidades de entender, de saber, de compartir la atmósfera en la que respiran, muy singular, muy primitiva, aunque por suerte -gracias, Matías- ni distópica ni lovecraftiana. No, de hecho los planos que acerca Candeira estirando del hilo con el que enlaza los pliegues de su imaginario se caracterizan por esa virtud anómala de sin ser lo nunca visto -ni pretenderlo-, ser algo personal y no un pastiche refrito de tendencias del género. En un pasaje memorable de El problema de los tres cuerpos de Cixin Liu una civilización extraterrestre despliega un protón en múltiples dimensiones, lo que revela que esta partícula subatómica a nuestros microscopios diminuta, alberga una existencia monstruosa al abrirse en las dimensiones adecuadas, tan monstruosa que de él emergen civilizaciones que lo habitaban, como en esa secuencia final -también memorable- de Men in Black que a todos nos gustó tanto la primera vez que la vimos y que como el libro de Candeira y el pasaje de Liu nos provocó un incómodo cosquilleo de certeza y de inmensidad en el espinazo. Es inevitable: el universo no puede ser el universo y ser tiene que ser cualquier cosa menos lo que creemos que es.