Lo que nos quedaba por ver es a los jubilados atacando al Gobierno conservador. Si los pensionistas, tradicional apoyo del PP, también le dan la espalda a Rajoy es que la situación pinta muy mal para los de la gaviota. Los abuelos se rebelan mientras la generación del ‘baby boom’ teme no cobrar su pensión. De este Estado timador cabe esperar cualquier cosa
Al salir del trabajo me encontré en la calle con unos jubilados que echaban pestes del presidente del Gobierno. Entre tanto vocerío y pancarta acerté a oír que le llamaban perrerías como “político sobrecogedor”, “anciano taimado”, “madridista” y otras cosas peores, por no mencionar las referencias que hicieron a su conducta privada que el sentido del decoro y la prudencia aconsejan no reproducir.
Si los jubilados, que siempre han sido el granero electoral de los conservadores, están en pie de guerra, al decir de algunos periodistas con escasa imaginación, es que el Gobierno y su presidente están besando la lona… y no hay visos de que se vayan a levantar a corto plazo. Como sigan así van a correr la misma suerte que la UCD de Leopoldo Calvo-Sotelo y Landelino Lavilla, que desapareció después de haber estado varios años en el poder.
Los jubilados se quejan de sus pensiones. Sostienen los abuelos que la subida engañosa del 0,25% les ha hecho perder poder adquisitivo. No se fían de las cuentas de la ministra de rostro picassiano y alma andaluza, y hacen bien. A mi padre le han subido cuatro euros y está que trina, como muchos otros pensionistas. Cuatro euros dan a lo sumo para comprar cinco barras de pan. Las puedes meter en el congelador e ir echando mano de ellas durante dos o tres semanas, mojándolas en un vaso con agua del grifo. No se puede decir que sea una señal de vivir en la opulencia.
Los jubilados han hecho bien en sacar pecho porque han sido, no lo olvidemos, el sostén de muchas familias en los años más duros de esta crisis. Con sus pensiones evitaron que más de uno se tirara por la ventana. Ahora, cuando nos intentan convencer de que vivimos una recuperación tan espléndida como falaz, quieren que el Estado —ese gran timador— les reconozca el esfuerzo. Los del Gobierno sintieron miedo cuando los vieron rodear al Congreso de los Diputados.
Ese temor ha llevado al ministro vampiro a anunciar una ayuda fiscal para los mayores de 80 años que, dada su avanzada edad, tendrán poco tiempo para disfrutarla. Pero ni en Castilla la Vieja —la tierra del Cid y del adusto Aznar, votante de Ciudadanos— se lo han creído. A otro perro con ese hueso. Es también enternecedor cómo los dos sindicatos mayoritarios intentan sacar tajada de la rebelión de los abuelos. Se han puesto detrás de la pancarta a ver si les cae algo. Entretanto, siguen vendiendo patrimonio para saldar sus deudas millonarias después de despedir a parte de sus plantillas. ¡Bendita reforma laboral!
Se habla de la ira de los jubilados pero también de la preocupación creciente de la generación del baby boom. Los hombres y las mujeres que nacieron en los sesenta y setenta temen no cobrar la pensión o percibir unas cantidades ridículas. Los expertos, que se suelen equivocar sin que nadie lo advierta, apuntan a que la pensión de los futuros pensionistas podría reducirse en un 40%. Sobre el cadáver de la Seguridad Social comienzan a volar buitres (bancos y aseguradoras, principalmente) con el propósito de hacer negocio a costa del miedo de la gente.
El Estado español, además de haber sido una nulidad histórica, es un trilero. Debería ponerse a dieta eliminando sus michelines, por ejemplo, el Senado y las Diputaciones
Nadie puede llamarse a engaño pues se sabe que el envejecimiento de la población, anticipado al detalle, es una bomba de relojería para las pensiones y la sanidad pública. Los políticos conocen esta realidad hace tiempo y, salvo retrasar la edad de jubilación a los 67 años, han carecido de coraje e inventiva para ponerle remedio con medidas eficaces. El Pacto de Toledo, firmado en 1995, se ha quedado viejo. Los más optimistas, que son fáciles de encontrar en las filas de la izquierda ingenua, insisten en que la inmigración es una solución parcial al problema, pero se ha visto que no lo es porque la mayoría de los inmigrantes trabajan sin contrato o, en caso de tenerlo, cotizan poco porque sus salarios son bajos.
Por tanto, algo habrá que hacer para que quienes están pagando hoy las pensiones reciban una compensación el día en que se jubilen. De momento no cabe ser optimista porque de este Estado inmoral e ineficaz a partes iguales, como lo ha demostrado en la crisis catalana por ser incapaz de acabar con quienes quieren destruir el país, de este Estado, decíamos, cabe esperar cualquier barrabasada.
A medida que te vas haciendo viejo te percatas de que el saldo neto con el Estado es siempre negativo para ti, pobre exponente de una clase media agonizante: contribuyes mucho más de lo que recibes. Y si algún pariente te deja una herencia en el ejercicio de su libertad, es posible que debas renunciar a ella porque algunas comunidades autónomas te aplican unos impuestos confiscatorios.
El Estado español, además de haber sido una nulidad histórica, es un gran trilero. Lo primero que debería hacer es ponerse a dieta y eliminar sus michelines. Por michelines cabe entender la supresión de las Diputaciones y del Senado, la fusión de municipios, la reducción de las comunidades autónomas y la privatización o el cierre de las televisiones públicas, incluida la estatal. De esa manera habría algo más de dinero para futuros pensionistas como yo.
Si llego a la jubilación y me encuentro la caja vacía sería capaz de cometer cualquier desatino pues ya no tendría nada que perder. Después de atacar las sedes de los partidos políticos que hubiesen permitido esa gran estafa, me haría anarquista y en mis tardes libres, que serían todas, leería en un parque —si ya no lo hubiesen privatizado— La conquista del pan de Kropotkin. Sin Dios ni amo, por supuesto.