VALÈNCIA. Justo después del éxito de El sexto sentido (1999), M. Night Shyamalan firmó una obra que se convertiría casi de forma inmediata en un clásico de culto. Con El protegido, el director confirmó que nos encontrábamos ante un talento muy especial, a medio camino entre el mainstream y la serie B, que era capaz de manejar a la perfección tanto el guion como la dirección y hacerlo desde un punto de vista muy personal, a través de unas señas de identidad que pronto se convertirían en marca de la casa.
La construcción del relato a través de los pequeños detalles, la modulación lenta de los planos, la querencia por los personajes introspectivos, la gravedad de las tramas, la sensación de que tras cada historia se escondían múltiples significados metafóricos, han sido algunas de las características principales de las películas del cineasta, aunque si por algo terminó siendo célebre (una notoriedad un tanto envenenada) fue gracias los giros sorpresa que incluían sus finales, unas vueltas de tuerca que ayudaban a entender todo lo que se había visto hasta el momento desde una perspectiva totalmente diferente. Para algunos, un director tramposo, para otros, un mago, un prestidigitador.
Hay otra característica que siempre ha estado presente en sus películas, la que lo sitúa como demiurgo, como creador, como hacedor de mundos cuyas claves solo están en su cabeza y en sus manos. Como buen contador cuentos, Shyamalan siempre ha recurrido a la fantasía para configurar sus historias. Se ha nutrido del elemento real para apartarse de él y llevarlo a otro lugar donde no existen las reglas y donde la imaginación toma el poder.
Quizás por esa razón, Glass (Cristal), su última película y el cierre de la trilogía que comenzó con El protegido y continuó con Múltiple (2016), es una oda a la necesidad de luchar por mantener nuestra capacidad de soñar, de imponer lo extraordinario por encima del elemento real.
Esta quizás sea una de las lecturas más emocionantes que desprende una película que supone un canto de amor a la fantasía, a los cómics, a los héroes y a los villanos y las ganas de seguir contando historias a través de ellos, imaginando, uniéndolos o enfrentándolos, dándoles cada vez un nuevo sentido.
Con El protegido el director logró dar la vuelta a lo que hasta el momento habíamos conocido como cine de superhéroes en su formato más canónico. No había escenas espectaculares, la mayor parte de los planos tenían lugar en interiores oscuros y en cuanto a los personajes, eran seres solitarios e inadaptados, con graves problemas que sin embargo tenían unas cualidades sobrenaturales que los hacían únicos, el irrompible David Dunn (Bruce Willis) y el quebradizo Elijah Price (Samuel L. Jackson), la cara y la cruz de la misma moneda, el lado virtuoso y el reverso tenebroso.
En Múltiple rompió con el tono melancólico que había caracterizado buena parte de su cine y se empapó de la esquizofrenia del personaje que interpretaba James McAvoy en toda su poliédrica dimensión a través de todas las personalidades contenidas en su subconsciente enfermo y fracturado por los traumas infantiles. Como ya ocurrió en La visita, parecía como si el director, después de mucho tiempo, por fin estuviera disfrutando de verdad.
Ahora en Glass (Cristal) se encarga de unir ambos universos para construir una película con una identidad propia en la que cita a sus tres personajes principales para seguir reflexionando en torno a la naturaleza de los héroes, de los villanos y de los monstruos casi como si nos encontráramos en una masterclass de metacómic. El director enfrenta de manera directa lo racional a lo sobrenatural, encierra a sus criaturas en un psiquiátrico para poder diseccionarlas mentalmente e inocular en ellas la semilla de la duda. ¿Son seres extraordinarios o simplemente se han dejado llevar por la paranoia y los delirios de grandeza?
Shyamalan va jugando con las expectativas del espectador en todo momento (siempre ha sido experto en eso) y para ello utiliza la tensión, pero también el choque de puntos de vista, que nos llevan desde la perspectiva subjetiva hasta la expositiva a través de cámaras de seguridad, pasando por el uso de las nuevas tecnologías como una nueva ventana al mundo de los contenidos y de la forma que tenemos de consumirlos.
Glass (Cristal) es una película muy teórica. A Shyamalan no le importan subrayar sus reflexiones y se divierte inyectando citas y clichés superheróicos que él se encarga de desmontar y reinterpretar. Porque al final, lo que le interesa no es mostrar una batalla pirotécnica entre bien y mal, sino que también hay que luchar día a día para demostrar que lo extraordinario todavía tiene cabida en nuestras vidas.
Al fin y al cabo, los tres personajes no dejan de ser víctimas de sí mismos y de su propia naturaleza, que sufren porque no tienen más remedio que seguir sus instintos. Shyamalan trata con amor a sus seres, sabe entenderlos, pero no solo a ellos, también a aquellos que los rodean, esos personajes secundarios que los acompañan y que en esta ocasión adquieren una importancia fundamental: la madre de Elijah (Charlayne Woodard) y la joven a la que La Bestia liberó, Casey (Anya Taylor-Joy) y el hijo de David (Spencer Treat Clark), gracias al que recuperamos algunos recuerdos de infancia a través de escenas de El protegido que sirven para construir una preciosa historia paterno-filial basada en la confianza y en la necesidad de creer que los mitos, aunque sean nuestros seres más cercanos, todavía existen.
Está producida por Fernando Bovaira y se ha hecho con la Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal en el Festival de Cine de San Sebastián gracias a Patricia López Arnaiz