VALÈNCIA. Los encuentros más importantes no son solamente con estrellas o nombres de gran prestigio. A veces lo que quieres es conocer a alguien que opera desde un calculado segundo plano a pesar de su talento. Fue el caso del guitarra Robert Quine, al que pude conocer en 1990 en València.
Lo que voy a contar a continuación pertenece al tipo de cosas que solía hacer cuando era joven y chulito. Lloyd Cole vino a actuar a València en marzo de 1990. Presentaba su primer disco en solitario, algo que a mí en esos momentos me importaba dos cominos. Estaba cabreado con todos los músicos de los ochenta que habían cedido ante un sonido más amable, y Cole, tan resplandeciente en los primeros discos acompañado por The Commotions, figuraba entre ellos. Pero aquel álbum, Lloyd Cole, tenía un aliciente a pesar de todo. Un guitarra llamado Robert Quine. En aquella época, Robert Quine le importaba a la gran mayoría de los aficionados españoles lo mismo que a mí el primer disco en solitario de Cole. Peor para ellos porque, cuando aquel tipo calvo de aspecto insobornablemente serio tocaba la guitarra su instrumento, la violencia se convertía en una de las bellas artes. Si Cole venía a la ciudad, era muy probable que Quine le acompañase. Fui al concierto dispuesto a conocerle como fuera.
La guitarra de Robert Quine es prácticamente lo primero que escuché al colocar en el plato el que sería uno de mis álbumes favoritos. Esto debió ocurrir en algún domingo de 1978, cuando le compré a Pepe Oldies el Blank Generation de Richard Hell and The Void-Oids en su puesto del rastro. Volví a casa a paso ligero, me metí en mi cuarto y saqué el vinilo de la funda, ansioso por experimentar todo aquello que Diego Manrique había escrito sobre Hell y el disco en Star. La guitarra de Quine que ya estaba haciendo uno de sus solos antes de que la primera canción hubiera superado el minuto, te dejaba grapado a una música de la que jamás hubiese querido escapar.
Gracias al equipo de Arena Auditórium (Emilo Ruíz y Napo Beltrán fueron determinantes para que los encuentros de este tipo, los llamémosles no oficiales, tuvieran lugar) conseguí acceder al backstage. El road mánager de Cole miraba con recelo. Lo normal era que intentara colarme allí para hablar con la estrella. Pero yo no estaba entre bambalinas para molestar al protagonista de la noche. Yo estaba allí, con toda la osadía de mis 26 años, para conocer y, a ser posible, entrevistar a Robert Quine. Un guitarra al que idolatraba por muchos motivos. Por el sonido inconfundible de su guitarra. Por los artistas con los que trabajaba. Quine siempre fue el segundo de a bordo, pero los capitanes que elegía para trabajar eran tremendos. Su sonido aportaba un sello especial tocara con quien tocara.
Quine tenía un aspecto atípico ya en los días del punk. Entró a formar parte de The Void-Oids a los 33 años. No tenía pelo, llevaba barba, se vestía como un tipo corriente y lucía unas impenetrables gafas negras. En el obituario que escribió Hell tras su muerte, decía de él que no era un tipo alegre, pero siempre tenía algo divertido que decir. Había sacado el título de abogado pero nunca ejerció. Optó por estudiar música en la Berklee School. Sus raíces eran el free jazz y el blues, dos estilos que electrocutaba y hacía mutar con su guitarra. Lou Reed era uno de sus músicos favoritos. Me sorprendió ver que fumaba en pipa. Era de noche y Quine seguía con las gafas puestas. Le extrañó que le dijera que había ido para conocerle, que Cole no era mi objetivo. Le conté mis motivos y entonces accedió a darme cancha, pero sin abandonar su tono reservado. Seguramente un caso agudo de timidez, aunque es muy probable que ya nos estuviese diciendo lo que quería decir cuando tocaba su instrumento. La ferocidad de su estilo, escribió Hell, estaba íntimamente relacionada con la rabia que se acumulaba en su interior.
Que un músico que te gusta tanto acabe teniendo una relación transversal con artistas a los que sigues con fervor parece casi como un milagro. Quine tuvo una presencia activa en la no wave. Esto fue un movimiento underground y kamikaze que existió en Nueva York a la vez que el punk en Londres. Todos sus grupos y artistas tenían discursos radicales, estilos que atentaban contra el rock & roll y dinamitaban sus cimientos. Quine estuvo involucrado con varios de esos nombres. Tocó con James White, produjo los primeros sencillos de DNA y Teenage Jesus & The Jerks, dejó su marca en el primer álbum en solitario de Lydia Lunch. Además de seguir tocando con Richard Hell hasta que éste decidió retirarse. Para un joven mitómano de lo agreste, un currículo así era el no va más. Ahora que ya no soy tan joven sigo pensando igual.
Esa noche, Quine me contó, no sin cierta reticencia que su colaboración con Cole era su primer trabajo musical con continuidad después de haber abandonado la banda de Lou Reed. Éste lo fichó en 1981, lo usó como sparring para volver a tocar la guitarra y después de tres álbumes y varias giras, ambos acabaron muy mal en 1985. Cuando le pregunté por el tema, sus palabras fueron de agradecimiento, nunca de rencor. Quine era un tipo humilde y mi admiración lo dejaba completamente azorado. Le dije que pensaba que era un músico influyente. Emitió un aaahhhhh de esos que sirven para ganar tiempo, y que funcionan mucho mejor si llevas puestas gafas de sol en la oscuridad. Su respuesta fue tajante. Dijo que había leído que The Edge, de U2, lo consideraba una gran influencia. “Me muero de hambre y gente como esta me considera una gran influencia; pues que me llamen para tocar con ellos, ¿no?”
Nunca montó su propio grupo. Se sentía más cómodo trabajando para otros. Grabó un par de álbumes pero siempre en compañía de otros músicos. Con el batería Fred Maher –al que conoció a través de Reed y quien le puso en contacto con Cole- y el ex Contortions Jody Harris. “A nadie le va a quitar el sueño si no vuelvo a grabar más discos con mi nombre”, me dijo. Todo lo que grabó a partir de entonces hasta su muerte, que no fue mucho, lo hizo en colaboración con otros artistas. Como colaborador mantuvo un nivel. Rechazó participar en proyectos que no le gustasen. Su guitarra suena en discos de Tom Waits, Marianne Faithfull, They Might Be Giants, Foetus, Eno… Una de las últimas cosas que hizo antes de su fallecimiento fue publicar una selección de grabaciones que hizo en conciertos de Velvet Underground en 1969, que se publicó como The Quine Tapes.
La conversación de aquella noche de marzo de 1990 terminó cuando Lloyd Cole salió del camerino y le avisó de que estaban ya todos preparados para subir al autocar. Nos dimos la mano y me agradeció el interés por su trabajo. A Cole no le hice ni caso, pero esa estupidez la compensé muchos años después, a lo largo de sendas entrevistas. Robert falleció el 31 de mayo de 2004. Si hoy siguiera vivo, alguien le preguntaría cada tanto sobre su parentesco con Dan Auerbach, de The Black Keys. Ambos son de Akron, Ohio, y son primos. Su tío era el filósofo W. V. Quine. Hallaron su cuerpo sin vida cinco días después. Su muerte fue un suicidio. Su mujer había fallecido inesperadamente unos meses antes, a causa de un ataque al corazón. Según el obituario de Hell en la revista New York, la muerte de Alice le había arrancado las ganas de vivir. Lloraba durante horas pero siguió tocando hasta el final. Es fácil imaginarlo en su loft neoyorquino, haciendo filigranas con esa violencia y la transformaba en algo brutal pero elegante. El sonido de su propia desesperación, seguramente. Cuando se es joven y chulito, estas cosas resultan fascinantes. Ignoramos completamente que esas creaciones que recibimos con tanta satisfacción son casi siempre fruto y consecuencia de un tormento interior que muchas veces desconocemos.