VALENCIA. Pasó hace seis años. El 20 de abril de 2010 explotó y se hundió la plataforma de BP Deepwater Horizon, que perforaba el pozo de petróleo bautizado literariamente como Macondo. Murieron 11 personas y se derramaron unas 779.000 toneladas de crudo a las aguas del Golfo de México. La marea negra afectó a cuatro estados de EE.UU., entre ellos Florida y Luisiania, y constituyó uno de los mayores desastres ecológicos (sino el mayor) durante el mandato de Barack Obama. Dentro de la cobertura informativa del suceso un artículo del New York Times llamó la atención de Hollywood. Era una crónica de David Barstow, David S. Rohde y Stephanie Saul de las últimas horas de la tragedia tal y como las vivieron los trabajadores de la plataforma.
Este viernes llega a las pantallas españolas la película basada en ese incidente. Inicialmente titulada como Marea negra y finalmente estrenada como Deepwater Horizon, la película es la ficcionalización de los hechos reales tomando como punto de partida el mentado reportaje. Con una estructura clásica, el largometraje comienza con una voz en off sobre pantalla negra; es la de Mark Wahlberg encarnando al técnico mecánico Mike Williams. Tras un largo silencio del personaje protagonista, se da paso al relato de lo sucedido en orden cronológico.
Dirigida por Peter Berg, Deepwater Horizon tiene a gala contar con un reparto en el que además de Wahlberg podemos ver a los veteranos Kurt Russell y John Malkovich, a Gina Rodriguez o a Kate Hudson en un papel secundario clásico de paciente esposa. Si la amenidad es la cortesía del cineasta, la película es un dechado de educación. Sin grandes hallazgos, haciendo un uso continuado de soluciones fáciles pero efectivas, Deepwater Horizon logra transmitir con claridad las coordenadas de la tragedia, situar a los protagonistas principales de la misma y explicar las razones del suceso. Si existe un manual de instrucciones de cómo contar una película de aventuras, lo han seguido al pie de la letra para este rodaje.
Haciendo uso de todo tipo de recursos convencionales (música —pero qué bueno es Steve Jablonsky, qué banda sonora—, montaje, efectos especiales), el filme cumple con esa tarea básica de entretener y divulgar hechos complejos. La superioridad técnica de la industria estadounidense y el abundante presupuesto (110 millones de dólares) hacen el resto. Con una planificación modélica y el uso muy contemporáneo de la cámara al hombro, se transmite tal intensidad que resulta muy difícil estar indiferente a lo que sucede.
Por el contrario, a nivel narrativo se percibe un posicionamiento de los guionistas Matthew Michael Carnahan y Matthew Sand a favor de los profesionales estadounidenses y crítico con los ejecutivos de BP. Se trata de algo muy del grato del público local: Los malos son los ejecutivos, la casta, en este caso además al servicio de una empresa extranjera. Un maniqueísmo en el que, a buen seguro, ha influido la reacción posterior de BP que ha obstaculizado el proyecto tanto cuanto ha podido; algo de lo que se ha quejado el director Peter Berg en un artículo en The Guardian.
Este evidente defecto de guión queda soslayado por otros aciertos como la habilidad para presentar al personaje principal y su trabajo. Los mapas de la India, como los define Montxo Armendáriz, son muy elegantes en el trabajo de Berg. Un buen ejemplo de esto se puede hallar en los títulos de crédito de La sombra del reino (2007), su trepidante thriller sobre la influencia de Arabia Saudí en la política estadounidense. Deepwater Horizon encuentra también fórmulas eficientes para explicar las claves de manera didáctica; en este caso en qué consiste el trabajo en la plataforma o los problemas a los que se enfrentan, y lo hace con un lenguaje accesible para los no legos con momentos tan acertados como la práctica de la exposición de la niña para el colegio.
Pese a su aparente modernidad, Deepwater Horizon es en realidad una película hecha a la antigua. Su relato remite de manera ineludible a El coloso en llamas (Irwin Allen, John Guillermin; 1974), con la que comparte muchos puntos, desde las similitudes físicas (espacio cerrado) a las narrativas (la amenaza es el imprevisible fuego, retratado como un monstruo). Todo nos conduce a la explosión pero, a diferencia de la recientemente estrenada Sully de Clint Eastwood, el suceso, el hecho central no se muestra de forma fragmentada hasta que al final se ve completo, sino que se exhibe de una manera nítida desde el principio. La recreación del accidente es posiblemente el fin último del largometraje, su norte. La tensión radica en situar al espectador en el lugar de los hechos, empatizando con los personajes para así padecer con ellos e incluso, llegado el caso, morir. El cine como catarsis.
Que sea una película parcial, con su elogio hacia los profesionales de la plataforma, no significa que sea también un film complaciente. Subyace una leve crítica hacia los modos y maneras de funcionar de la sociedad actual, obsesionada con la rentabilidad económica hasta el punto de minimizar cuestiones básicas como la seguridad, así como a los comportamientos de sumisos que se limitan a seguir la cadena de mando, tan dañinos o más. Cierto es que buena razón de ser de esta denuncia es inherente a este tipo de cine que aspira a dar respuestas. Se precisa de unos malvados, alguien a quien señalar como responsable. Que estos sean los ejecutivos de BP, con sus sueldos millonarios y su arrogancia casi de cliché, es más un producto de la casualidad que de una visión del mundo escéptica con el sistema. Así que podemos asegurar que, pese a sus aciertos, Deepwater Horizon no es ni mucho menos un nuevo El síndrome de China (James Bridges, 1979).
Toda el despliegue de medios y eficacia artesanal no se ha traducido en una buena recepción de la película. Su arribada a los cines llega bajo el paraguas roto de una taquilla floja y malas expectativas. Un análisis realizado en marzo por la prestigiosa publicación americana Hollywood Reporter avanzaba ya los temores de los jerifaltes de la industria hollywoodiense ante los problemas de casar el presupuesto con los ingresos. Las cifras no han cuadrado ni cuadran. A diferencia de su trabajo precedente ambientado en Afganistán, El único superviviente (2014), también protagonizado por Wahlberg, Berg ha contado para Deepwater Horizon con un presupuesto tres veces más alto, un dinero que no se ha reflejado en la recaudación.
El problema de fondo, según el analista Jeff Bock, ha sido el presupuesto. Si Deepwater Horizon se hubiera ajustado a un coste por debajo de 60 millones de dólares la película no habría sido considerada nunca un fracaso. En la raíz del asunto se halla la infantilización de la audiencia cinematográfica, a la que resulta complicado convencer del interés que tiene una historia como ésta, en la que se aspira a explicar por qué sucedió uno de los mayores desastres ecológicos de nuestro tiempo. Ni siquiera la apuesta por construir un relato de heroísmo parece haber sido suficiente atractivo, algo en lo que ha influido que no sean conocidos ni Williams ni su superior, el señor Jimmy, interpretado con solvencia por Russell. Guste o no, al cine adulto, con historias de calado sobre la vida y la muerte, le cuesta competir en la liga de las superproducciones y necesita alguna ayuda externa que en este caso no la ha habido.
Tampoco es algo que pueda sorprender a Berg. Si bien es un cineasta con algunos grandes éxitos como Hancock (2008), que recaudó 624 millones de dólares y contaba con un presupuesto de 150, sus películas no han sido especialmente rentables. Tampoco es algo que busque con ahínco. Sus querencias son otras. Su aspiración es ensalzar al hombre común, al cual se embellece tanto en lo físico como en lo espiritual (para comprobar lo primero basta por pasar por la impagable página que le ha dedicado el sitio web History vs. Hollywood). Algo que se vislumbra en un momento del filme, en el que el personaje de Wahlberg asegura que sus comentarios son “la opinión del hombre común”, una frase que en España se ha traducido como “sólo es mi visión individual”.
Cierto es que al final Deepwater Horizon no deja de ser un telefilme de lujo, muy en la línea de otros trabajos del propio Berg, pero esta adscripción no se debe considerar como una visión negativa. Es una suerte de apropiación de un tipo de argumentos más próximos al periodismo que a la narrativa convencional, que se están consolidado como subgénero, con éxitos como la oscarizada Spotlight (Thomas McCarthy, 2015) y precedentes tan conocidos como Elegidos para la gloria (Philip Kaufman, 1983) o la célebre United 93 (2006) de Paul Greengrass, un cineasta con el que tiene mucho en común Berg. Se trata de un tipo de films que, aún teniendo su público, hoy día no parece suficiente como para justificar grandes dispendios. Berg aún tiene otra oportunidad cuando se estrene este diciembre Patriots Day, su relato del atentado del maratón de Boston. Ésta parece talmente un calco de Deepwater Horizon, tanto por su formato como por sus intenciones de reivindicar al héroe corriente y se presentará en plena campaña navideña junto con las películas que supuestamente aspiran al Oscar. Si finalmente logra el éxito, buena parte del mismo se lo deberá a Deepwater Horizon.