Cada vez son más las directoras de fotografía que destacan en una industria mayoritariamente masculina
VALÈNCIA. Como suele suceder de manera cíclica, el estreno de una película comercial firmada por una mujer ha provocado algunos artículos centrados en señalar la escasez de directoras en el panorama del cine contemporáneo. Esta vez, el motivo ha sido Detroit, film que ha servido para reivindicar (quizá incluso por encima de sus méritos reales) la figura de Kathryn Bigelow, probablemente porque no es nada habitual encontrarse con mujeres capaces de codearse de tú a tú con sus compañeros masculinos. De hecho, a fecha de hoy sigue siendo la única que ha sido capaz de ganar un Oscar. Fue en 2008, gracias a En tierra hostil (The Hurt Locker). Y entonces hubo quien aseguró sin rubor alguno sentirse gratamente sorprendido por lo bien que una mujer había sabido retratar un conflicto bélico. Que, ya se sabe, son cosa de hombres. Más allá de sus valores cinematográficos, resulta bochornoso que tuvieran que pasar 79 años desde la primera entrega de los premios para que una mujer lo lograra en la categoría de dirección. Un hecho de enorme trascendencia, teniendo en cuenta que hasta entonces solo habían conseguido la nominación otras tres: Lina Wertmüller (1977), Jane Campion (1994) y Sofia Coppola (2004). Así están las cosas y así se las contamos.
Habrá quien dirá que los Oscars son los premios de la gran industria y que están dominados por el mainstream. Y es cierto. Por eso son un reflejo perfecto de las tendencias mayoritarias. Pero la verdad es que en ámbitos más especializados o con mayor respeto por el cine de autor las cosas no son muy diferentes. Hasta que este año la recibió Sofia Coppola, por La seducción (The Beguiled), la única mujer que había ganado una Palma de Oro como directora en Cannes era la rusa Yuliya Solntseva, en 1961. En cuanto a películas distinguidas con el máximo galardón del certamen dirigidas por una mujer, hay que volver a mencionar a Jane Campion, la única que hace gala de tal honor, eso sí, exaequo, porque El piano (The Piano, 1993) compartió honores con Adiós a mi concubina (Ba wang bie ji, Chen Kaige, 1993). Son los premios más importantes, y también los que gozan de mayor visibilidad, pero en otras categorías sucede lo mismo en mayor o menor grado. Por eso Jake Swinney, de la web Fandor, decidió editar un video reivindicando a una docena de mujeres que se dedican a la dirección de fotografía. “No reciben tanto reconocimiento como sus homólogos masculinos, pero son responsables de muchas películas destacadas y con hermosas imágenes”, argumenta.
La dirección de fotografía es una profesión curiosa y no siempre gratificante. También poco o mal conocida. Según su definición canónica, su objetivo es "la creación artística de las imágenes”, y llevarlo a cabo implica tomar" decisiones respecto a la iluminación, ópticas, encuadre y composición”. Se trata, probablemente, de la persona de todo el equipo que más y mejor debe entenderse con el director, con quien debe llegar a acuerdos que afectan a la estética de la película, pero también a su discurso. A menudo, cuando se elogia la perspicacia en el encuadre o el montaje del plano de un cineasta determinado, se está alabando, sin saberlo, el trabajo de su director de fotografía. Más aún: existen realizadores que dejan esa fundamental tarea totalmente en sus manos. Y luego firman las películas como propias, claro. Sin embargo, pocas veces trasciende la importancia de su labor. Son escasos los festivales que en alguna ocasión han dedicado un ciclo o retrospectiva a un director de fotografía. Son personajes anónimos excepto cuando su labor se asocia a un cineasta: el entendimiento entre Woody Allen y Gordon Willis, la estilización de John Alcott en sus colaboraciones con Stanley Kubrick, la fructífera relación de Sven Nykvist con Igmar Bergman, la compenetración entre Christopher Doyle y Wong Kar-wai, la importancia de Raoul Coutard en la nouvelle vague o de Anthony Dod Mantle en el movimiento Dogma…
Vittorio Storaro, Néstor Almendros, László Kovács, Gregg Toland, Karl Freund, Vilmos Zsigmond o Freddie Francis son nombres que identifica el aficionado medio y han logrado reconocimiento más allá de su relación con un director determinado, pero pertenecen a un club selecto y reducido. En el que, y no es casualidad, todavía no es posible encontrar mujeres. Por eso es tan importante recordar, como hace el video de Swinney, que también están ahí. Y no por cuota femenina, sino por la calidad de su trabajo profesional. Nadie con dos dedos de frente puede, por ejemplo, cuestionar la trayectoria de la francesa Maryse Alberti, iniciada a finales de la década de los ochenta y casi con noventa títulos a la espalda. Ha sido la mirada de Todd Haynes en películas tan diferentes como Poison (1991) o Velvet Goldmine (1998), y entre sus films más destacados se pueden citar otros títulos importantes del cine independiente estadounidense de las últimas décadas, como Happiness (Todd Solondz, 1998), El luchador (The Wrestler, Darren Aronofsky, 2008) o el documental Crumb (Terry Zwigoff, 1994). Nunca asistió a una escuela de cine, y dio sus primeros pasos haciendo la foto fija en películas porno, hasta que fue conociendo gente de la industria y logró que la admitieran como ayudante de cámara en Vortex (Scott B. y Beth B., 1981), un film no wave de bajo presupuesto. El resto, como se suele decir, es historia, incluyendo el largo plano-secuencia de Creed (Ryan Coogler, 2015) tan comentado hace un par de años.
Alberti no está sola. Ellen Kuras, por ejemplo, es una de las muy escasas mujeres que forman parte de la American Society of Cinematographers (y no precisamente porque sea de reciente creación, ya que se fundó en 1919). Dio sus primeros pasos en la segunda mitad de los ochenta, en el terreno del documental político, género que ha seguido cultivando a lo largo de su carrera, pero su nombre empezó a hacerse más conocido cuando apareció asociado al de cineastas como Jim Jarmusch, Spike Lee, Michel Gondry o Sam Mendes. El periodista Matthew Hammett Knott llegó a decir de ella en la revista IndieWire que es la rock star de las directoras de fotografía, y no iba muy desencaminado. Fue elegida personalmente por Bob Dylan para grabar su entrevista en el documental No Direction Home (Martin Scorsese, 2005) y ha ganado tres premios en Sundance, aunque le falta el Oscar. ¿Saben por qué? Porque nunca, en toda la historia de los galardones, ha sido nominada una mujer en la categoría de dirección de fotografía. Nunca. Ellen Kuras, no obstante, pudo ganarlo en 2009, año en que optó a la estatuilla en calidad de directora del documental The Betrayal. Para hacerse una idea de su gran versatilidad y de cómo adecúa su mirada a la de los realizadores con los que trabaja, no hay más que echar un vistazo a títulos como ¡Olvídate de mí! (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004) y Rebobine, por favor (Be Kind Rewind, 2008), ambas de Gondry, o Nadie está a salvo de Sam (Summer of Sam, 1999) y Bamboozled (2000), el par de films que hizo con Spike Lee.
La canadiense Maya Bankovic todavía no ha alcanzado el mismo estatus que sus dos compañeras, pero está en ello. También curtida en el documental, destaca por haber trabajado muy a menudo con directoras: April Mullen (Below Her Mouth, 2016), Joyce Wong (Wexford Plaza, 2016), Sarah Goodman (Porch Stories, 2014), Kate Johnston (Tru Love, 2013), Sandra Feldman (A Touch of Grey, 2009)… ¿Casualidad? También la escritora Rebecca Miller buscó a Ellen Kuras para hacer Personal Velocity: Three Portraits (2002). ¿Se puede hablar entonces de una mirada femenina? ¿Nos haría caer en el tópico un planteamiento de esas características? Evidentemente, la decisión final en un rodaje corresponde al director, pero ya se ha dicho que no son pocas las veces (quien suscribe lo ha podido comprobar personalmente en más de un rodaje) en que es la persona que maneja la cámara la que decide su colocación, el tamaño del plano o la óptica a utilizar, cuestiones de importancia capital a la hora de definir el discurso estético e ideológico de una película. Quizá por eso la argentina Natasha Braier fue la escogida por Lucía Puenzo para trabajar en XXY (2007) y por Claudia Llosa en La teta asustada (2009), pero también por Nicolas Winding Refn, en un film donde la paleta cromática es tan importante como The Neon Demon (2016). Braier lo tiene claro: “No hago muchas películas, porque para mí es muy importante elegir meticulosamente con quién trabajo”.
También fue responsabilidad de una mujer la dirección de fotografía de uno de los títulos que han definido el cine del nuevo siglo: Holy Motors (2012). La francesa Caroline Champetier se convirtió en la extensión de la mirada de un Leos Carax que la escogió por su veteranía y experiencia. En activo desde finales de los setenta, Champetier tiene una filmografía que incluye La chica de quince años (La fille de 15 ans, 1989) y Ponette (1996), ambas de Jacques Doillon, o Alice y Martin (Alice et Martin, André Téchiné, 1998). A diferencia de Natasha Braier, que ha trasladado su residencia a Los Ángeles, sigue muy conectada al cine de su país, probablemente porque el volumen de la producción en Francia se lo permite. Agnès Godard lo sabe bien: Mano derecha de Claire Denis en numerosas ocasiones, además ha trabajado con Erick Zonca en La vida soñada de los ángeles (La vie rêvée des anges, 1998). En otros casos, emigrar es sinónimo de crecimiento profesional, pero también de búsqueda de oportunidades. La danesa Charlotte Bruus Christensen trabajó con Thomas Vinterberg en Submarino (2010) y La caza (Jagten, 2012), le siguió hasta Estados Unidos para continuar a su lado en Lejos del mundanal ruido (Far from the Madding Crowd, 2015) y allí se ha quedado ya para hacer La chica del tren (The Girl on the Train, Tate Taylor, 2016), Fences (Denzel Washington, 2016) o Molly’s Game (Aaron Sorkin, 2017).
Hollywood siempre se ha caracterizado por acoger en su seno a gente de toda procedencia. Se le ha acusado, con razón, de ser una industria que uniformiza y castra singularidades nacionales, pero al mismo tiempo es indiscutible tierra de oportunidades. La australiana Mandy Walker es otra de las que ha podido comprobarlo. Como varias de las citadas, se inició en el documental, hasta que dio el gran salto colaborando con Baz Luhrmann en Australia (2008). El año pasado fotografió a las tres mujeres afroamericanas protagonistas de Figuras ocultas (Hidden Figures, Theodore Melfi, 2016) y acaba de estrenar La montaña entre nosotros (The Mountain Between Us, Hany Abu-Assad, 2017). Hay más. Reed Morano, por ejemplo, combina la dirección de fotografía en cine (The Skeleton Twins, Craig Johnson, 2014) y televisión (la serie Vinyl) con una carrera como realizadora que también se ha desarrollado entre la pequeña pantalla (varios episodios de The Handmaid’s Tale) y la grande (la interesante Meadowland, de 2015). Y Autumn Durald alterna los videoclips (Arcade Fire, Janelle Monáe, Solange Knowles) con el trabajo en cine, donde tiene dos películas a punto de estreno: Untogether (Emma Forrest, 2017) y Teen Spirit (Max Minghella, 2018). Ambas forman parte también de la docena de nombres destacados por Swinney, que se completa con Rachel Morrison, cuyo trabajo en Dope (Rick Famuyiwa, 2015) es una buena muestra de sus capacidades, y Amy Vincent, en activo desde mediados de los ochenta y carente de un currículum en el que abunden los nombres de campanillas, que de algún modo sirve para representar a muchas otras mujeres que, como ella, desempeñan funciones técnicas muchas veces condenadas al anonimato, pero sin las que sería imposible llevar a buen puerto una película. No está de más acordarse de ellas de vez en cuando, aunque nunca pisen la alfombra roja ni brillen bajo el resplandor de los focos.