VALÈNCIA. La cinematografía surcoreana vivió su momento de esplendor a principios de los 2000. Como industria comenzó a crecer de una manera imparable y junto a ese desarrollo también surgieron nuevas voces de autores que se sirvieron para expandir sus fronteras a través del prestigio crítico que adquirieron en los festivales internacionales.
Hong Sang-soo, Kim Ki-duk, Park Chan-wook, Bong Joon-ho o Kim Jee-woon fueron los grandes representantes de la edad de oro del cine coreano. Y junto a ellos estaba también Lee Chang-dong, un poco mayor y con una trayectoria un poco diferente con respecto a sus compañeros de generación: él comenzó a hacer cine pasados los cuarenta, y antes había desarrollado una carrera como autor literario de éxito. Además, durante unos años ejerció el cargo de Ministro de Cultura y Turismo de su país bajo el mandato del presidente Roh Moo-hyun y se encargó de impulsar de manera definitiva la cinematografía a través del mantenimiento de la cuota de pantalla, gracias a la que se impulsó la aparición de nuevos talentos.
Su primer acercamiento al cine fue a través de la escritura de varios guiones, To the Starry Island (1993) y A Single Park (1996), ambas de Park Kwang-su, hasta que terminó debutando en la dirección en 1997 con Green Fish. Luego llegaría Peppermint Candy (1999), que le sirvió para reflexionar en torno a la historia reciente de su país, las heridas de la guerra todavía no superadas, los traumas identitarios que trajo consigo y el peso de la dictadura militar y las represiones sangrientas a las que fue sometida la población. De alguna manera, todas las películas del director giran en torno a la situación política y social de su país, siempre poniendo el foco de atención en sus desheredados, en los olvidados a los que nadie parece prestar atención, seres frágiles e indefensos como los dos discapacitados mentales que protagonizan Oasis (2002), que viven una historia de amor a pesar de la incomprensión de aquellos que los rodean o la anciana con Alzheimer de Poesía (2010)
A Lee Chang-dong no le gusta acercarse a los géneros de una manera convencional. Por eso Secret Sunshine (2007) no es un melodrama al uso ni Burning un thriller canónico. Su estilo es zigzagueante, entre el distanciamiento y la carnalidad de las emociones. Hay contención y aspereza, pero al mismo tiempo también un poso febril que recorre sus imágenes de manera subrepticia. Es su manera, al mismo tiempo pudorosa pero también inquisitiva de acercarse a los personajes, a su más estricta intimidad y extraer de ella reflexiones en torno al sentido de la vida o a la capacidad del ser humano de luchar contra sus propios fantasmas, uno de los temas que vertebra su filmografía.
Burning toma su título de un relato corto escrito por Haruki Murakami, 'Bar Burning', 'Quemar graneros', contenido en El elefante desaparece (Tusquets, 2016). El director hace suya la historia de un triángulo formado por una joven, Hae-min Shin (la milagrosa debutante Jeon Jong-seo) atrapada entre dos hombres, un antiguo vecino de la infancia con el que inicia una relación amorosa, Jong-su Lee (Yoo Ah-In) y un adinerado y misterioso desconocido al que conoce tras un viaje a África, Ben (Steven Yeun) y que comienza a acaparar su atención de manera relamida y afectada.
La película está contada desde el punto de vista de Jong-su. El director nos adentra en su pequeño universo particular, en los traumas de su pasado (su madre abandonó a la familia y su padre parece haber estado siempre marcado por el orgullo herido), en sus sueños insatisfechos (quiere ser escritor), en la situación de precariedad laboral en la que se encuentra, en su desarraigo emocional y en su total soledad. Cuando conoce a Hae-min sentirá un poco esperanza, pero la aparición de Ben lo sumirá más que nunca en un sentimiento de inferioridad de clase que terminará por reconcomerlo.
Es Burning una película de combustión lenta. El director va trenzando de manera delicada las relaciones entre los personajes, nos acerca a sus traumas y frustraciones. Las de Hae-min y Jong-su, que buscan desesperadamente encontrar un haz de luz que ilumine sus vidas. Es algo que se muestra de manera explícita a lo largo de la película: mientras hacen el amor, cuando ella describe la sensación de plenitud que tuvo al contemplar un atardecer en África. Y finalmente, en uno de los instantes cumbres del cine reciente, en el que los tres contemplan la puesta de sol mientras fuman marihuana y Hae-min baila desnuda al son de la música de Miles Davis. No la veremos nunca más. Como si nunca hubiera existido, como ese gato al que le dan comida durante toda la película y que no aparece, o ese pozo donde cayó de niña y del que nadie se acuerda. Hae-min se disolverá como ese último rayo de luz en el horizonte.
Jong-su la buscará desesperadamente. Y ahí empezará otra película, mucho más mental y rabiosa en la que Ben será el único culpable. Lee Chang-dong sabe manejar la tensión y los tiempos para ir generando malestar. Las dobles lecturas y la ambigüedad se irán apoderando del relato mientras un extraño magnetismo nos absorbe, quizás porque sabemos que, en cualquier momento, todo ese odio terminará estallando y encendiendo una mecha.
Pero sin duda lo más milagroso de Burning es el subtexto que contienen sus imágenes, todo lo que cuentan sin que apenas nos demos cuenta. Hay que tener un control absoluto de la forma y el fondo para llegar a tal grado de maestría a la hora de narrar la sugerencia a través de la puesta en escena. Por ahí se cuela la insatisfacción juvenil, la frustración amorosa y las preguntas metafísicas y existenciales. Porque como dice Hae-min: “Hay dos personas con hambre. El poco hambriento es el que tiene hambre física y el muy hambriento el que necesita encontrar el sentido de la vida”.
Está producida por Fernando Bovaira y se ha hecho con la Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal en el Festival de Cine de San Sebastián gracias a Patricia López Arnaiz