Alguna vez voté a la izquierda porque creía que eran la mejor opción para defender los derechos de los trabajadores. Esa izquierda se fue distanciando de mí y de gente como yo cuando comenzó a coquetear, como hacen algunas mujeres de cierta edad, con un señorito sin escrúpulos, con el señorito chulo del nacionalismo
Descubríos, sacad vuestros pañuelos y saludad al cortejo fúnebre que pasa por delante de vosotros. La izquierda española, que tantos y tan buenos servicios prestó a este país, ha muerto. En la calle de Alcalá, a la altura del Círculo de Bellas Artes, cientos de curiosos se agolpan para ser testigos de una jornada histórica. El cortejo es tirado por seis corceles negros que avanzan con un taconeo elegante, como en el entierro del profesor Tierno Galván, acaecido hace más de treinta años. Se dirigen el cementerio civil de la Almudena donde el cadáver de la izquierda española será enterrado con honores, muy cerca de la tumba de don Pío Baroja. En el camposanto esperan dos sepultureros expertos en el oficio de enterrar ilusiones: Pedro Sánchez el Resucitado y Pablo Iglesias, nuestro amigo en Caracas.
En honor a la verdad, el suceso luctuoso se veía venir desde hace tiempo. Fue un desenlace esperado. El enfermo presentaba síntomas preocupantes de mala salud desde la presidencia de Rodríguez Zapatero. Los médicos que lo trataban no supieron diagnosticar la patología y por tanto erraban en el tratamiento. Cuando el estado del enfermo empeoró decidieron hacerle transfusiones de un poco de todo: memoria histórica, ideología de género, orgullo gay, multiculturalidad, animalismo, ecologismo… Pero, a pesar de la buena voluntad de los galenos, las constantes vitales del paciente fallaban cada vez con más frecuencia. El enfermo no reaccionaba al tratamiento.
Algunos confiábamos en que la izquierda española, acostumbrada a crecerse en la adversidad, saldría también de esta crisis. Ahora, visto lo sucedido, admitimos que pecamos de un voluntarismo ingenuo.
Cuando el cortejo fúnebre se detiene en la plaza de Cibeles, a cincuenta metros de donde observo la escena, a los pies del edificio donde se izó la bandera republicana la mañana del 14 de abril de 1931, me derrumbo. Se me agolpan los recuerdos. No puedo reprimir las lágrimas. Confieso que alguna vez voté a partidos de izquierda porque creía que eran la mejor opción para defender los derechos de los trabajadores. Siempre he vivido de un salario, de la fuerza de mi trabajo; por tanto, era lógico que confiara en ellos y no en los otros. Pero fui cumpliendo años, los colmillos se me afilaron y el tiempo me enseñó la distancia que media entre las palabras y los hechos cuando se hace política.
Y así esa izquierda se ha ido desangrando elección tras elección, para regocijo de los conservadores que nos mal gobiernan desde 2011
Esa izquierda se fue distanciando de mí y de gente como yo cuando comenzó a coquetear, como algunas mujeres de cierta edad, con un señorito sin escrúpulos, el señorito chulo del nacionalismo. Ejemplos hay suficientes en nuestra historia de cómo se las gasta este donjuán cuando se intenta camelar a la izquierda por interés. Leamos los diarios de guerra de don Manuel Azaña para salir de dudas.
Como cualquier chulo, embauca a la cándida izquierda con buenas palabras para luego abusar de ella y dejarla tirada en el arroyo. La izquierda, deshonrada, con su honor mancillado, no entiende lo que le pasa; se siente utilizada y en verdad lo ha sido. Nos mira a nosotros, su pareja legítima, los que siempre acudimos a socorrerla en los malos momentos, y reclama otra vez nuestro cariño. Pero ya es tarde. No soportamos más cuernos. Nos ha engañado yéndose con el señorito chulo del nacionalismo.
Y así esa izquierda se ha ido desangrando elección tras elección, para regocijo de los conservadores que nos mal gobiernan desde 2011. Fenecida la izquierda, la oferta electoral se reducirá a la extrema derecha, la derecha extrema, la derecha y el centro-derecha. Según el lugar de residencia, se podrá elegir entre la versión española de la derecha o la nacionalista periférica. No hay tantas diferencias entre ellas. El panorama, admitámoslo, no puede ser más desalentador.
Con las lágrimas derramándose por mis mejillas me abro paso entre la gente que sigue aplaudiendo al cortejo. Me dirijo a la calle Preciados. Necesito emborracharme, sacudirme la tristeza que me provoca el haberme quedado huérfano de izquierda. De ahora en adelante estaré solo, como tantos trabajadores, aunque de cuando en cuando vengan impostores a venderme que ellos son la verdadera izquierda, que la izquierda sigue viva, que hay que derrotar a la derecha, etc. etc.
Entro en Casa Labra, la taberna donde se fundó el PSOE en 1879. De mi memoria extraigo lo mejor del socialismo (Pablo Iglesias, Julián Besteiro, Indalecio Prieto y Felipe González). Un camarero boliviano o ecuatoriano —aún me es difícil distinguirlos— me sirve una copa de vino. Le doy dos tragos y me envalentono. Levanto el puño izquierdo y, sujetando la copa con la mano derecha, propongo a todos los presentes un brindis por nuestra izquierda, tan gloriosamente fallecida.
—¡Brindemos, compañeros, por el cadáver exquisito de la izquierda española!
Nadie me hace caso. Es lógico: todos son turistas extranjeros, sólo pendientes de que no les roben las mochilas. El mundo se ha convertido en un parque temático. Sigo bebiendo. El vino está picado.