Templos vacíos, escasez de vocaciones, mínima influencia en la sociedad… La Iglesia católica vive un declive acelerado. En España sus jefecillos, preocupados con no perder el dinero público, se pliegan al poder. Dicen amén a la exhumación de Franco —al que tanto deben— y bendicen las barrabasadas del nacionalismo vasco y catalán
Soy católico apostólico romano. Fui bautizado, tomé la comunión, me confirmé y aspiro a morir en paz con Dios. Muy poco practicante, me gusta el silencio de las iglesias. No hago proselitismo de la religión de mis padres. Estudié con los salesianos, de lo cual me enorgullezco. Desconfío de los beatos. Peco con frecuencia, especialmente contra el sexto mandamiento.
Como católico le debo respeto al Papa actual, pero prefiero a Benedicto XVI. El estilo de este, marcado por la solvencia intelectual, lo prefiero al populismo del argentino. Cada uno ha gestionado, lo mejor que ha podido, la decadencia de la Iglesia, muy visible en países como el nuestro.
Es imposible entender la historia de España sin el catolicismo. Para lo bueno y para lo malo. Está en su origen, en su expansión como imperio y en su declive como nación. Como institución, la Iglesia católica ha sido, casi siempre, aliada del poder político para sojuzgar al pueblo.
Con todo, sería injusto no reconocer las luces del catolicismo español. Por ejemplo, en la evangelización llevada a cabo en América y Asia y en su defensa de los pueblos indígenas. La contribución del catolicismo ha sido también capital en el arte y la cultura. Muchos de los grandes de la literatura desempeñaron el oficio de la clerecía.
Ahora los tiempos han cambiado. La Iglesia sigue controlando parte de la enseñanza, todavía con muchos colegios y universidades a su cargo. Sin embargo, ese poder ejercido en la educación y algunos medios de comunicación no se traduce en una influencia en la sociedad. Los católicos son actores secundarios en cualquier debate público. España no ha dejado de ser católica en las apariencias, pero sí en la práctica.
Dañada por el enorme escándalo de la pederastia, la Iglesia está a la defensiva, consciente de ser un hermoso anacronismo en un mundo envilecido y a la deriva. Los templos se vacían, las vocaciones escasean, y el mensaje del Evangelio no cala, desde hace mucho tiempo, en el duro corazón de Occidente.
Pero la culpa no es necesariamente de los ateos y de los descreídos, ni tampoco de las estrellas. Gran parte de la postración de la Iglesia se debe a la conducta de algunos de sus dirigentes, altos cargos de una burocracia esclerotizada.
La Iglesia ha contribuido al problema territorial de España. La comprensión con lo más siniestro de los nacionalismos vasco y catalán sigue viva
Bien es cierto que una cosa es la cúpula eclesiástica y otra bien distinta la tropa, dicho con el mayor de los respetos: todos esos curas que trabajan por sus barriadas; todas esas monjas que cuidan a enfermos, ancianos y drogadictos; todos esos misioneros que se juegan la vida en países hostiles por defender las palabras de Cristo. Si no fuera por esta gente, la derrota del catolicismo sería ya plena y definitiva.
En España el comportamiento de las sucesivas jerarquías eclesiásticas suscita a menudo sonrojo y asco. Para empezar, los obispos serían más creíbles si renunciasen a la financiación del Estado. El dinero público que reciben debería limitarse a la preservación del patrimonio histórico y artístico y a la asistencia social y sanitaria que prestan. Sin embargo, prefieren comer de la mano del Gobierno de turno.
Pese a los privilegios que conserva del pasado, la Iglesia sigue siendo desleal con el Estado. Lo vimos hace dos años, con el referéndum ilegal en Cataluña, cuando la Conferencia Episcopal se puso de perfil para no ofender a los obispos catalanes. Aún están recientes los años de plomo en que una parte de los clérigos vascos se mostraban comprensivos con ETA. ¡Aquellas equidistantes homilías de monseñor Setién…!
La Iglesia ha contribuido al problema territorial de España. La comprensión con lo más siniestro de los nacionalismos vasco y catalán (la versión actualizada del carlismo) sigue viva. Hace más de una semana se vio en Montserrat. La basílica acogió una vigilia de oración en apoyo a los “presos políticos”. Contó, cómo no, con la presencia del racista Torra y del delincuente Pujol, dos católicos que no han asimilado la compasión por el prójimo.
El curita Blázquez, exarzobispo de València y presidente de la Conferencia Episcopal, no dijo esta boca es mía. Al parecer tampoco se va a oponer a la exhumación de Franco, cediendo a las presiones del Gobierno socialista. ¡Qué corta es la memoria de los representantes de la Santa Madre Iglesia! ¡Y cuán desagradecidos son!
Aún pueden consultarse algunos libros de historia que nos recuerdan el asesinato de 7.000 religiosos en la guerra civil, de los cuales trece fueron obispos. Aquella persecución solo resiste comparación con la de la Rusia soviética. Franco evitó que ese número de asesinados fuese todavía mayor.
No voy a romper una lanza por Franquito, que hizo mucho mal y mucho bien para según qué españoles, ni mucho menos por la Iglesia de Blázquez, que debería mantenerse con los donativos de sus feligreses. Me quedo con las misas de don Guillermo, mi párroco, ejemplo de bondad y sencillez, portavoz del mensaje de un judío iluminado que no escuchamos porque estamos ciegos y sordos de corazón.