VALÈNCIA.-En abril de 1815, el volcán Tambora, ubicado en Indonesia, entró en erupción, arrojando cenizas y gases hasta una altura de 160 kilómetros y causando la muerte de casi cien mil personas. Fue la explosión volcánica más intensa que haya quedado registrada históricamente.
El volumen de cenizas expulsado hacia la atmósfera fue tal que oscureció la luz del sol y contribuyó, junto con otros factores, a provocar un descenso significativo de las temperaturas a lo largo de los siguientes meses, y en particular en el verano del año siguiente: 1816, conocido desde entonces como «el año sin verano». Se produjeron nevadas y heladas en plena época estival, súbitos descensos de las temperaturas, y las cosechas se echaron a perder, provocando hambrunas. Durante un año, la mayoría de la población mundial vivió una pesadilla totalmente insólita e inimaginable, que parecía sacada del libro del Apocalipsis.
La moraleja de esta historia es clara: los acontecimientos sucedidos en cualquier parte del mundo pueden tener consecuencias significativas en todo el planeta. Y lo mismo cabe decir de la pandemia del coronavirus SARS-CoV-2, aparecido en la región de Wuhan (China). En pocos meses, lo que parecía un problema remoto se nos plantó en la puerta de casa y cambió por completo los planes y expectativas que pudiéramos tener en todos los ámbitos de nuestra vida. Y ahí seguimos.
En esta columna suelo poner a menudo la expresión «en el momento en el que usted lea estas líneas», en previsión de que la situación haya cambiado en los días (aunque sean pocos) que transcurren entre escribirla y que puedan leerla publicada. Es una precaución elemental para conjurar el peligro de que el devenir de los acontecimientos deje anticuado lo que les cuento. Desde que comenzó la pandemia, este problema se ha multiplicado para todos, porque los acontecimientos se producen muy rápidamente y los cambios son imprevisibles.
En esta columna suelo poner a menudo la expresión «en el momento en el que usted lea estas líneas», en previsión de que la situación haya cambiado en los días (aunque sean pocos) que transcurren entre escribirla y que puedan leerla publicada. Es una precaución elemental para conjurar el peligro de que el devenir de los acontecimientos deje anticuado lo que les cuento. Desde que comenzó la pandemia, este problema se ha multiplicado para todos, porque los acontecimientos se producen muy rápidamente y los cambios son imprevisibles.
Pues bien: en el momento en el que escribo estas líneas aún no estamos confinados. Y es posible que nunca más lo estemos y que podamos superar esta crisis sin recurrir a las medidas extremas de marzo. Pero también es indudable que seguiremos teniendo que hacer sacrificios. Porque este año 2020 quedará en la historia como el momento en el que vimos lo frágiles que somos y lo fácil que es que una serie de cosas que dábamos por supuestas puedan desvanecerse o apartarse en un rincón.
Desde el instante preciso en que comenzaba a evidenciarse que la crisis del coronavirus era mucho más seria, y más presente, de lo que parecía en un principio, que fue a finales de febrero, cuando los contagios comenzaron a proliferar en el norte de Italia, en València estábamos afanándonos para preparar las Fallas. Durante días, las instituciones y la mayoría de los valencianos hicieron como si el virus no existiera, o no fuera para tanto; pero ya cuando se tomó la decisión de cancelar las fiestas se podía percibir claramente que había más y más deserciones en los actos públicos, de gente preocupada por contagiarse.
Las Fallas se cancelaron sine die, pero con la expectativa de recuperarlas lo antes posible. Primero se habló de julio, y después de octubre, coincidiendo con la festividad que nos ocupa aquí: el 9 d’Octubre. Ya sabemos todos a estas alturas que este año no habrá Fallas... y ya veremos qué pasa el año que viene, si la situación se ha solucionado o está en vías de solución, y si se aprovechan los preparativos del año anterior y, en particular, los monumentos falleros, para 2021.
«Que no haya 9 d’Octubre, al menos, nos ahorrará observar, un año más, el bochorno de las concentraciones de ultraderechistas insultando a los representantes públicos»
2020 está siendo un año perdido para muchas cosas, y también para las festividades populares, que son más importantes de lo que podría parecer: ilusionan a mucha gente, permiten el esparcimiento de los ciudadanos, cohesionan a la sociedad... Este año no tendremos casi nada de eso. Y menos aún cuando las grandes concentraciones de personas parecen ser uno de los viveros de propagación del virus más claros y más importantes.
No habrá Fallas, ni habrá 9 d’Octubre en el sentido en el que estábamos acostumbrados. Lo cual, al menos, nos ahorrará observar, un año más, el bochorno de las concentraciones de ultraderechistas insultando a los representantes públicos conforme pasean por la calle.
Este año la festividad servirá para descansar de una situación dura y difícil para casi todo el mundo, quizás para salir al aire libre, al campo, mientras aún haga buen tiempo... y mientras aún no estemos confinados. Porque, por desgracia, las cifras, aunque en la Comunitat Valenciana son mejores que el promedio español, continúan empeorando, y es difícil saber cómo vamos a poder mantener la tasa de actividad actual en un contexto de saturación hospitalaria por el incremento de contagios y la aparición de las enfermedades respiratorias que se propagan mucho mejor con el frío.
Precisamente por eso, y creo que esto es algo que también hemos podido aprender desde que comenzó esta crisis, hay que aprovechar esa festividad: para descansar, para salir al aire libre, para ver a los seres queridos —con todas las precauciones—, etc. Para que el 9 d’Octubre pueda ser un paréntesis en esta situación agotadora: un veranillo en el año sin verano.
* Lea la revista completo en el número de octubre de la revista Plaza