Sucedió en torno a las 11 de la mañana del domingo pasado. Un rayo de sol entró por la ventana e iluminó la alfombra de los trazos vibrantes de Pollock sin Pollock. El primer signo del armisticio. Y, probablemente, no recibió ni una sonrisa. A lo sumo, un suspiro de alivio después de tres días imposibles de recuperar de nuestras vidas, porque los vivimos en una madriguera de angustia, los de la periferia del desastre, o de terror, los que verdaderamente sufrieron el espanto a un lado de la ventana y sin poder asomarse. Fue un rayo de sol agónico, como el del submarinista que vuelve a la superficie después de agotar el oxígeno de la bombona. Y tan efímero como un rayo de sol en Inglaterra. Nada que celebrar, más que la respiración.
Días antes, recorrer la Vega Baja era un circo triste y gris. Las carreteras parecían las de un anuncio de neumáticos, llenas de desprendimientos de tierra y charcos. La huerta era un fantasma de brazos de leña verde reumáticos y húmedos, donde crecen los naranjos, los limoneros y los olivos, y una nada sumergida donde los pimientos, los melones y las alcachofas. Poco después de Bigastro había embarrancado una ambulancia como encallan los barcos crecidos de orgullo y los delfines despistados. Orihuela era una isla inopinada, un carrusel de vehículos que rodeaban la ciudad en busca de un camino por el que acceder a los sueños perdidos, a las familias perdidas, al amparo perdidísimo de un hogar bajo el que estar a salvo de cualquier contingencia. Al borde mismo de la ciudad solo existía un imposible y el seminario, que nunca ha estado tan lejos de todo y de cualquier dios. En la sierra tropezó una nube que se deshilachaba. Solo cabía fumar, esperar con la mirada perdida, contar alguna historia, escuchar alguna otra, llamar por teléfono y dar la vuelta.
Dentro era peor, claro. Pero casi ninguno pudimos verlo hasta mucho después de que el sol aplastara el pollock durante unos segundos. La Vega Baja, con su azahar de los sábados en Los Montesinos, su flor de alcachofa en Almoradí, sus senderos de ñoras, su higuera de Miguel y su estado permanente de hospitalidad y arroz con caracoles y pava borracha y paseos de bancal, dejó de ser un territorio real para convertirse en un archipiélago que no tenía nada de ficción. Dolores, Callosa, Redován, Rafal, Catral, San Fulgencio, Rojales, Pilar de la Horadada, Guardamar y todas las esquinas de una comarca que nunca me he cansado de recorrer desaparecieron del mapa y se transformaron en cotas de una carta de navegación creada por un río, el Segura, que jamás fue navegable. El río entraba y salía por el salón, por las habitaciones, por la cocina. Las casas eran el río.
Antes del sol vino el regreso de un itinerario cerrado. Atrás quedaban los sitiados y las moscas. Por delante, quedábamos los afortunados, las moscas y los aterrados por el estado de un hijo, una casa, un terreno perdido en la otra orilla de un foso que nos negaba el asedio y hasta el aliento. De vuelta solo había barro, botas de agua, limones estampados contra el asfalto, asfalto estampado contra el arcén, arcenes borrados por el aluvión de agua, tierra y piedras. Y moscas. Acequias con cañas, escombros y muertos sin encontrar. En cada rotonda, de camino a Torrevieja, una prostituta sin paraguas, pero con su silla de plástico, su estuche de maquillaje y su chulo, que no sabe nada de leyes, fiscos e inclemencias. En cada orilla, una reparación pendiente. En cada recodo, una reducción de velocidad. Y en cada charco, un espejo en el que todavía tardó mucho en reflejarse el sol, ese sol tardío que nunca habría esperado que fuera recibido con angustia y desesperación. Y que todavía tardará en aprender a brillar otra vez.