Circula un chiste apócrifo que asegura que en España los pueblos no se fundaban alrededor de las iglesias, sino de los bares. Según los datos del INE (de 2020), el nuestro es el país con más bares y restaurantes por persona de todo el mundo: uno por cada 175 habitantes, sumando en total 277.539 establecimientos. Y en el caso de la provincia de Alicante, con datos de antes de la pandemia (de la Federación de Hostelería), tocamos a un bar por cada 145 habitantes. Esta realidad ha llevado a instalarse en el imaginario colectivo (y en los mítines de Podemos) la sentencia de que "España es un país de camareros".
A mi, qué quieren que les diga, los bares y cafeterías me parecen parte fundamental de nuestro paisaje urbano. Más incluso que los restaurantes. Sin bares, Jack Torrance (con la cara desencajada de Jack Nicholson) no podría quejarse de su matrimonio al barman fantasma encarnado por Joe Turkel en 'El resplandor' de Stanley Kubrick. 'Historias del Kronen' (José Ángel Mañas, 1994) no tendría Kronen y, por tanto, tampoco historias. Y no existiría 'Tras la barra del bar' de Platero y tu. Joaquín Sabina no habría escrito en una servilleta de las que no secan la letra de 'Todavía una canción de amor', de Los Rodríguez. Y el por entonces aún desconocido Julio Cortázar no habría tenido dónde sentarse a escribir su primera novela. ¿Dónde iba a preguntarle Samuel L.Jackson a Tim Roth si leía la Biblia mientras lo encañonaba, antes de recitarle 'Ezequiel 25:17'?
Los bares son ecosistemas fantásticos, donde los corruptos se pasan sobres bajo la mesa, los policías montan dispositivos de escucha, los adúlteros se citan, los estudiantes estudian y los ociosos ya arreglaban el mundo antes de que existiese Twitter. Acogen citas a ciegas y rupturas. Reúnen amigos con o sin excusa. Sirven para celebrar y para ahogar las penas (aunque éstas siempre floten en el vaso). En un bar, y no en un despacho oficial o una sede de un partido político, fue donde Mónica Oltra se fotografió con Íñigo Errejón cuando aún era de Podemos para mostrar la sintonía de Compromís con la formación morada. Y, tras el encierro de 2020, los bares y sus terrazas fueron la primera vía de escape porque nos permitieron volver a sentarnos a la mesa con esas personas a las que nos habíamos resignado a abrazar y besar desde la pantalla de una videollamada.
Los bares y cafeterías, tan numerosos, tan presentes en nuestra vida y en la de gente que nunca ha existido, son sin duda los que se llevan la peor parte de las medidas restrictivas para atajar la pandemia. Con el agravante de que al frente suele estar un autónomo que emplea a una o dos personas más, habitualmente de su familia. Y son, también sin duda, una palanca de empleo como no hay otra en un 'país de camareros' como el nuestro: fue llegar marzo, permitir el Consell reabrir las terrazas (con el sainete del adelanto de la fecha que les costó 28 millones de euros a los autónomos), y en Alicante salieron del paro 4.000 personas y otras 5.500 dejaron de estar en ERTE. 9.500 personas de una tacada.
"Somos un país de camareros", se lamentan en sus mítines e intervenciones públicas los dirigentes de los partidos que ahora, y desde hace seis años, tienen la responsabilidad de gobernarnos (y desde hace uno, de restringirnos). Con afectados golpes en el pecho y entrecejos fruncidos. Pero como no todos podemos convertirnos en físicos nucleares de la noche a la mañana (ni esos dirigentes a los que molesta que haya tantos camareros han explicado cómo piensan conseguirlo), lo menos que podrían hacer mientras nos reconvierten es cuidar a esos bares, que solo tenemos uno para cada 145 alicantinos, y ayudarles en lo posible en lugar de darles garrotazos. Detrás de cada uno de esos bares que les parecen demasiados hay una vida, o varias, que dependen de que Jack Torrance vaya a quejarse de su matrimonio a Lloyd.
Circula un chiste apócrifo que asegura que en España los pueblos no se fundaban alrededor de las iglesias, sino de los bares. Circula, probablemente, desde que se contó en alguna barra.