EL CABECICUBO DE DOCUS, SERIES Y TV 

'True story': El poder persuasivo de los reality shows y sus consecuencias políticas

Aunque los sectores conservadores rechazan los reality shows y sus escándalos, la paradoja es que estos programas en realidad refuerzan generalmente los valores más anticuados de la sociedad. Así lo explica la profesora de la Universidad de Lehigh, Danielle J. Lindemann, en un libro que explora los contenidos de este tipo de programas en Estados Unidos sin olvidar el más importante, el que impulsó hasta la Casa Blanca al ex presidente Donald Trump

12/03/2022 - 

VALÈNCIA. ¿Qué dicen los realities sobre nosotros mismos? Eso es lo que se pregunta una académica estadounidense en el ensayo True Story (Farrar, Straus and Giroux, 2022) sobre este formato televisivo en su país. Un lugar donde no deberían tomárselos a broma ya que han tenido al protagonista de uno de ellos en la Casa Blanca. La reseña del Washington Street Journal sobre este libro empezaba relatando una experiencia que es perfectamente exportable a España. Si estás en una reunión familiar o entre amigos y dices que te gusta un programa de telerrealidad, alguien dirá seguro "¿en serio ves esa basura?", para a continuación soltar una lección sobre cultura pop, quizá acerca de series de calidad, o puede que para decir que no ve la televisión y solo lee. Eso también pasa aquí, porque todavía es fuerte la impronta boomer de alienación capitalista de considerar que uno es lo que consume, eso define su personalidad por encima de todas las cosas y por eso hay que trabajárselo y no al revés. Siendo los realities un género que confiere un estatus sub-cero, es una vergüenza verlos. 

El enfoque de Lindemann, sin embargo, no va por ahí. Aquí, en esta columna, siempre hemos insistido en que lo mejor de los realities es la vergüenza ajena. Las risas. Los LOLES. Y el problema, que son muy cansinos. Le pasa como al fútbol, que es muy emocionante, pero ver tres partidos enteros a la semana se parece más a una esclavitud. No obstante, en este libro lo que tenemos es lo que prometía Mercedes Milá, el análisis sociológico, que en su caso luego tuvo más mimbres de tribunal ético-moral del pueblo. Decía el profesor Tierno Galván que en los toros el público estaba acostumbrado a decidir qué era justo y qué injusto, qué estaba bien y qué mal, en definitiva, qué era correcto o incorrecto, y eso donde lo hemos vivido ha sido en Gran Hermano, donde el público votaba sobre todo contra las actitudes impostadas, la falsedad y las estrategias evidentes. El espectador cogía el teléfono y llamaba para castigar a quien le caía mal por esta serie de motivos. Era un ejercicio de confirmación moral. 

La autora subraya que aunque no se vean, los realities llegan a todo el mundo, ya sea en fragmentos, por conversaciones o por memes virales y, por ese motivo, "reflejan poderosamente los contornos de nuestro mundo social". En un experimento que cita sobre el programa The Biggest Loser, un reality sobre perder peso, se comprobó que los espectadores del grupo que lo había visto desarrollaron una aversión a las personas con sobrepeso mayor que la de otro grupo que había visto un documental de naturaleza. 

Ese poder persuasivo, lógicamente, ha tenido sus consecuencias políticas. Trump, cuenta esta académica, en la campaña que le llevó a la presidencia empleó en su beneficio técnicas propias de los realities. No le eran ajenas, puesto que las había aprendido en el que protagonizó, The Apprentice. En política, siguió igual. Hizo descripciones de trazo grueso cuando se refirió a la prensa como fraudulenta en su conjunto, utilizó estereotipos como "bad hombre", dirigido a los hispanos en slang, o "nasty woman" para hablar de su oponente, Hillary Clinton. Incluso contemporizaba las novedades y los giros de guión ayudándose de sus tuits en una estrategia multiplataforma que mantenía la expectación y el suspense. 

Cada vez que pasaba las líneas rojas hablando despectivamente de la mujer o de los afroamericanos le estaba dando entretenimiento y emociones a las audiencias. No buscaba que nadie razonase, solo despertar emociones. Al final, desde el gobierno, intentó una estrategia de divide et impera fomentando el conflicto entre las dos mitades de una nación dividida, y se coronó con la charlotada de enviar una manifestación de freaks a asaltar el Capitolio. 

Para Lindemann, solo después de años de influencia de los reality shows pudo tener lugar una presidencia como la de Trump que compartía tantos detalles con ellos, como la distancia irónica o escéptica que puede adoptar un espectador que los vea. Siempre se hace un pacto con el programa para poder soportarlo. Cuando alguien ve un reality no llega a creerse del todo las emociones que aparecen en pantalla, rara vez son auténticas, pero como con una película de ficción, se elude la mentira para disfrutar. Con Trump ocurrió igual. Conforme se acercaban las fechas de su reelección, la cantidad de afirmaciones falsas o engañosas que iba realizando aumentaba cada vez más. Sin embargo, a su público no le importaba que se demostrase que eran falsas, porque ya habían pactado con el personaje sus dosis de diversión o de afinidad. 

De modo que, al final, lo que han consolidado estos programas es más mentalidad conservadora. Algo paradójico, pues si alguien los rechaza son los reaccionarios. Así lo explica la autora en un párrafo demoledor: 

"Durante mucho tiempo, los estadounidenses han estado preocupados por la erosión de los valores "tradicionales", y se espera que los escandalosos inadaptados de los reality shows estén a la vanguardia de esa erosión. Pero si bien es poco probable que los grupos conservadores respalden la mayoría de estos programas, son refugios para algunos de los valores más anticuados que laten en la sociedad estadounidense contemporánea. Nos muestran cuán firmemente nos aferramos a las ideas convencionales sobre, por ejemplo, las familias, los matrimonios, el sexo, los roles de las mujeres, los cuerpos negros y las personas queer"

Por eso, los realities no han sido más que un espejo de nosotros mismos en nuestra peor versión. Un terreno que quedó abonado desde que la televisión se convirtió en el medio de comunicación más poderoso. Para explicarlo, se cita un libro verdaderamente interesante, Life: The movie, de Neal Gabler, en el que este periodista y crítico de cine explicaba cómo los sucesos reales y la ficción se han entremezclado en la sociedad actual. "Actuando como un virus, como un Ébola cultural, el entretenimiento ha invadido incluso organismos que nadie hubiera imaginado que podrían proporcionar diversión", decía. 

Dos décadas después de que escribiera ese ensayo, hemos podido comprobar que su tesis es una realidad palmaria. En las cuestiones políticas, tanto los boomer como la generación X, que tanto presumen de ser más listas e intelectuales que las posteriores, se posicionan por cuestiones estéticas. Lo que más importa es el cómo va a quedar uno, porque ya no vemos noticias, sino entretenimiento de actualidad. Los hechos se juzgan como los sibaritas musicales se enfrentan  a la cultura pop. Ante la hipertrofia mediática, con lo que respondemos es con cinismo. Los más jóvenes, la Gen Z, en su bendita inocencia, es muy complicado que sean tan gilipollas. 

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