¿Las imágenes perpetúan los estereotipos más sexistas y rancios? ¿Hablar de masculinidad es hablar de género también? ¿Por qué el placer femenino es algo a reivindicar? Contestamos estas preguntas de la mano de tres autoras y sus obras
VALÈNCIA. En Nada, la reconocida y premiada novela de Carmen Laforet –autora a la que este año se la ha rendido homenaje por el centenario de su nacimiento–, existe un flagrante caso de violencia de género. A lo largo de toda la historia, asistimos con estupor a cómo Juan, uno de los tíos de Andrea, la desesperanzada protagonista de la novela, golpea en repetidas ocasiones y humilla a Gloria, su esposa. Lo que hoy suscita crítica e incluso indignación, en 1944, fecha de publicación del libro, se consideraba normal. Aceptable.
La sociedad cambia y la literatura evoluciona –o quizá sea al revés–. Hoy en día, muchos ojos podrían reconocer perfectamente el caso descrito en las líneas de Laforet. Y, sobre todo, podrían identificarlo. No es algo precisamente baladí, porque ya se sabe: lo que no se nombra no existe.
Afinar la mirada, provocar la reflexión y despertar el espíritu crítico son objetivos que persiguen los siguientes tres libros. Los tres desgranan cuestiones imprescindibles para acercarnos a una sociedad más igualitaria a través de tres ejes: las imágenes, la masculinidad y el placer femenino. Los tres plantean una aproximación al género desde otras ópticas. Los tres recuerdan que la lectura puede ser el trampolín definitivo para la toma de conciencia. Y todavía nos hace falta.
Presentar a Yolanda Domínguez no es tarea difícil. Sus afiladas campañas y performance, donde la creatividad y el ingenio mandan, combaten con acierto la publicidad más tóxica y machista. En una de sus acciones más conocidas, sentó a un grupo de niños y niñas frente a las imágenes más habituales que abraza la industria de la moda. Les preguntó a los pequeños qué les transmitían esos códigos visuales donde las mujeres aparecían en posturas poco ortodoxas, normalmente a merced de los varones, y víctimas de una clara violencia implícita y desigualdad. Las respuestas –lo confirma la que firma este artículo– no tienen desperdicio.
Artista visual y experta en género y comunicación, Domínguez también es la autora de Maldito estereotipo (Ediciones B, 2021), un libro en el que, con las gafas violetas colocadas sobre la nariz, analiza de forma crítica, irónica y reveladora distintos aspectos culturales y sociales relacionados con la influencia de las imágenes. Porque no: estas no son precisamente inocentes.
Los cuentos infantiles, películas, la publicidad o las obras expuestas en galerías y museos son muestra de ello. Un ejemplo del libro: «Una de las imágenes más reproducidas de la historia de la fotografía es el beso entre un marinero y una enfermera en Times Square […] Esa lámina […] es en realidad el gesto de acoso de un marinero que agarra a una desconocida en la calle en contra de su voluntad y la besa para celebrar el fin de la Segunda Guerra Mundial. Los protagonistas no eran pareja. El beso no era de amor. Él iba borracho. ¿No os recuerda un poco a la de la ratita presumida devorada por el gato?».
De la misma forma que en las cajetillas de tabaco se advierte a las personas sobre las consecuencias de su consumo, Yolanda Domínguez se posiciona de idéntica manera ante las imágenes. «Los seres humanos somos animales visuales», menciona en Maldito estereotipo. Vivimos constantemente rodeados de ellas. Por eso, precisamente, resulta clave saber cómo se perpetúan los estereotipos de género más dañinos a través de la cultura visual. Estereotipos que, desgraciadamente, llevan siglos repitiéndose. Es decir: no son nada nuevo.
«Seguimos viendo a mujeres sumisas, hipersexualizadas; incluso creo que esto va en un aumento. Y hombres que no demuestran tener ninguna empatía, que son competitivos, posesivos, agresivos, inflexibles… En realidad, no hemos avanzado mucho», comenta Domínguez a este medio. Ya sea en televisión, o en los canales sociales, la alargada sombra del patriarcado sigue ahí.
Desprenderse de los clichés no es sencillo; todos y todas, al fin y al cabo, convivimos con ellos, pero hay algunos pasos que podemos tomar para ir reconduciendo el rumbo: «Lo principal es el conocimiento», alega la artista visual. Estudiar, profundizar en la materia: entender que las imágenes, más allá de estética, son contenido. Contenido que impacta. «También el compromiso es fundamental», concluye Domínguez.
«Hablar de masculinidad es hablar de género». Así de firme se muestra la socióloga Beatriz Ranea. Su último libro, libro Desarmar la masculinidad (Catarata, 2021), gira en torno a ello. «Retomando lo que decía Simone de Beauvoir, los hombres no nacen, sino que se hacen. El género no es algo que tenga que ver solo con las mujeres, sino que los niños aprenden a ser hombres a través del proceso de socialización donde van interiorizando y aprendiendo los valores de lo que es un hombre», expone a este periódico.
El género como construcción social, cultural, política, que resulta «una estructura normativa que busca disciplinar los cuerpos; no solo estructura la sociedad a nivel colectivo, sino que se constituye como uno de los ejes vertebradores de la psique y de la identidad de los sujetos», puntualiza Ranea en el libro. Y añade páginas después que la masculinidad se puede considerar «un estatus […] una construcción identitaria permanentemente a prueba, ya que los hombres han de afirmar de forma sistemática que lo son. Cualquier fisura en su demostración de masculinidad puede repercutir de forma negativa en la proyección de hombría que reciben el resto de varones y, por tanto, hacerles perder el estatus de masculinidad».
Las costuras de la masculinidad, eso sí, se están deshilachando en la actualidad, algo que Ranea achaca a «las contradicciones entre lo viejo que no termina de morir y lo nuevo que no termina de nacer». El feminismo cuestiona la masculinidad. La masculinidad, desde los años 70, comienza a trabajarse en el ámbito anglosajón; y, posteriormente, llega a España. Ha hecho falta décadas y es ahora cuando, poco a poco, los espacios «de reflexión, de divulgación, de teoría» comienzan a producirse: comienzan a ser más habituales. Las masculinidades igualitarias, alternativas, comienzan a caminar, pero también encuentran una enorme reacción ante su avance.
«Cada vez que se plantea algún cuestionamiento al orden de género, aparecen movimientos de contraofensiva –como ya dijeron las feministas en los años 80 y 90–. Hay una reacción muy virulenta porque la masculinidad tradicional es sobre la que se sostienen las desigualdades en términos de género, y en otros. Simboliza lo que es el modelo de sociedad», apunta Beatriz Ranea.
La resistencia al cambio se vertebra en discursos que tratan de situar la masculinidad en el espacio de los mandatos hegemónicos: «La violencia, el no hacerse cargo con los cuidados, las tareas reproductivas… todo aquello que se encaja bajo “el hombre de verdad”», precisa la socióloga.
La propia publicidad lo demuestra: el anuncio de Gillette de 2019, que cuestionaba la masculinidad más tóxica, despertó muchas reacciones. Muchas, positivas; otras destructivas: «Se consideró una auténtica amenaza a la masculinidad. Y cualquier mínimo cuestionamiento desencadena reacciones virulentas y viscerales».
No hay fórmulas mágicas para resolverlo, pero sí retos: «Uno de ellos es hacer frente a esto. Generar un relato que enganche más a los hombres, y a los hombres jóvenes, para que se cuestionen la masculinidad. Pueden ser agentes del cambio».
En su libro Feminismo vibrante (Roca Editorial, 2020), Ana Requena, redactora jefa de Género de eldiario.es, reivindica la sexualidad femenina. Es más: es tan contundente con respecto a ello que el subtítulo de la publicación reza «si no hay placer, no es nuestra revolución». El placer femenino se sitúa aquí en el centro; como uno de los grandes temas que a menudo no encuentran representación en la palestra pública.
«Una de las características del patriarcado durante siglos ha sido la negación del placer para las mujeres a través de la culpa, la vergüenza; de todo tipo de vetos y estereotipos. Es algo que para nosotras ha estado muy estigmatizado, o al menos el patriarcado ha intentado que fuera así», explica Requena a este diario. Y recuerda: «Desde que somos pequeñas, o adolescentes… cuando intentamos ejercer a esa aparente libertad sexual que nos han contado que tenemos, notamos prejuicios, señalamientos. Nos sentimos mal. Existen aún muchas barreras para que podamos acceder al placer y ejercer nuestra autonomía sexual», insiste.
El placer, además, no solo es sinónimo de sexo. «El caso de la comida», ejemplifica Requena. «Para muchas mujeres es un acto durísimo, una tortura, algo que controlamos y medimos, porque siempre estamos a disgusto con nuestros cuerpos». Sin embargo, «el placer es una puerta de entrada a creer que mereces placer, a reivindicarte como sujeto que tiene derecho a hacer, a disfrutar, y ejercer su autonomía. Es importante que lo pongamos sobre la mesa», sentencia.
Para reapropiarse de la sexualidad femenina, uno de los retos sobre la mesa, la periodista especializada en Género echa la vista atrás. «Creo que está bien que hagamos genealogía. Llevamos muchos siglos de estigmas, de estereotipos, pero también siempre ha habido muchas mujeres que han escrito, han alzado la voz, han indagado, de casi todos los temas que nos preocupan todavía hoy; lo que pasa que han sido silenciadas o invisibilizadas. Ahora estamos recuperando esa genealogía, y nos estamos dando cuenta de que no estamos solas». Primer punto.
También contribuye el quitarse el pudor de hablar de sexo. «Una conversación pública sin juicios: con nuestras amigas, con nuestras familias, con nuestros amantes, con nuestras parejas… ¿por qué no? Así es cómo vamos a derribar algunos tabúes; por ejemplo, que a las mujeres no nos interesa el sexo o no de la misma manera. En feminismo tenemos muchos frentes abiertos y parece que hablar de disfrute o placer sea algo frívolo, pero tenemos que quitarnos ese complejo. Al final, esos estereotipos sobre lo que es una mujer, sobre lo que es un hombre, sobre cómo se supone que se relacionan ambos con el sexo… es lo que genera muchos conflictos, insatisfacciones y violencia posterior. Es central». Segundo punto.
Y es que, afirma Requena en el libro, «las mujeres queremos seguir ligando, flirteando, tonteando. Queremos sexo, queremos ser deseadas y desear. Pero no queremos estas normas, no queremos estas reglas construidas a base de cuerpos y vidas sometidas al deseo y al placer de otros, a la mirada de otros, a cánones estrictos de belleza que nos hacen sentir mal, a los mandatos de ser siempre agradables, piropeables, tocables, al mandato de gustar para valer más, a los roles de hombres activos que insisten e invaden y de mujeres que esperan y se dejan».
La conclusión, por tanto, es clara: «Tenemos que entender que ese sentido del placer conecta con el reivindicar nuestra autonomía: autonomía como mujeres; autonomía económica (que lo hemos escuchado más), emocional; pero también una autonomía que tiene que venir del cuerpo, de lo que queremos y deseamos». Y el saber, recuerden, es poder.
Literatura y género tienen en las últimas semanas un principal protagonista: el asunto de Carmen Mola. Un seudónimo de mujer tras el que se escondían tres guionistas y escritores con una larga trayectoria –Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero–. Una noticia que ha levantado mucha polvareda. No es para menos.
«A mí me parece curioso que durante tantas décadas mujeres hayan tenido que usar seudónimos masculinos, incluso a día de hoy para ser publicadas, escuchadas o tomadas en serio, y que ahora sean tres hombres con carreras consolidadas las que utilicen un seudónimo femenino para no tratar no solo de entrar en un mercado concreto, sino para incluso crearse una identidad», explica Ana Requena. «Para mí ese es el punto más conflictivo: no solo es un nombre, sino una identidad, la de una profesora de no sé cuántos años, con unos hijos, que daba unas determinadas respuestas a las entrevistas creando un perfil de mujer incluso un poco estereotipado. Utilizar un seudónimo es lícito, pero esto es ir más allá», zanja.
Yolanda Domínguez suspira al escuchar la pregunta. No tarda en contestar: «Me parece reírse de las mujeres y de la igualdad. No entender nada». Añade: «Denota una falta de conocimiento aplastante de lo que es el feminismo y la igualdad, y ningún tipo de compromiso ni por parte de los autores ni por parte de la editorial, que es al final quien decide y sabe perfectamente que detrás del seudónimo hay tres hombres. Es una falta de ética y de compromiso social. No es lo mismo usar un seudónimo del sexo contrario para poder tener la oportunidad de escribir o que te lean, y usar un seudónimo de mujer –que desde luego no tiene las mismas oportunidades que los hombres– para aprovecharte de que ahora mismo se está intentando apoyar la literatura realizada por mujeres».
De forma parecida se expresa Beatriz Ranea: «Las editoriales siguen publicando mucho menos a las mujeres, y el reconocimiento que adquieren las escritoras es muchísimo menor. No hay nada inocente cuando se dice un nombre, cuando es de género femenino, y detrás hay tres hombres. Me parece una burla al trabajo de las escritoras, y un intento de ocupar un espacio que no les corresponde».