ALICANTE. Hasta principios del siglo XX era una tradición en tierras valencianas llevar a cabo un ritual mortuorio previo al entierro de un niño. Al fallecido menor de siete años, se le llamaba ‘albat’ o ‘albaet’, adquiriendo este nombre por haber muerto en los albores de la vida. El procedimiento era el siguiente: colocar a la criatura, vestida de blanco, en una mesa cubierta de cirios. El féretro iba adornado con una corona de flores blancas –el color estrella– de papel o de tela. Macu García, gerente de una de las tiendas de moda más veteranas de la ciudad de Alcoy, es conocida por su pasión por el coleccionismo.
En sus cajones se acumulan hasta veinte postales de ‘albaets’. A través de ella, conocemos, en una fecha tan señalada como es la de Tots Sants –también, en su defecto, Todos los Muertos, como se considera en la cultura mexicana–, esta costumbre tan inquietante que consistía en fotografiar a los niños muertos antes de los siete años, en una pose que, de alguna manera, parecía que los devolvía a la vida para despedirse de sus seres queridos aunque solo fuera por unos instantes.
La tradición siempre estuvo relacionada con el buen augurio, el de que un inocente, libre de pecados, ascendiera directamente al cielo. Por esto motivo, al ritual se le acompañaba con la ‘dansa del vetlatori’ o ‘del mortitxol’, que tenía lugar en la puerta de la vivienda familiar. Se acompañaba de guitarras y bandurrias o los instrumentos típicos de cada región. Son varios los testimonios de autores que se refieren a este ritual, fuente inspiradora de la literatura, pero también de la pintura. Uno es el dibujante francés Gustavo Doré, quien, en 1872, escribe sus vivencias del ritual en Jijona. También el pintor valenciano José Benlliure.
Junto a las imágenes rescatadas por la coleccionista alcoyana, unas letras acompañan la información para completar este reportaje. Es un testimonio directo de la costumbre mortuoria: “Fui testigo del ritual –sin música– a principios de los años 60. En una casa de Tavernes Blanques había fallecido una hija de unos amigos de mis padres y acudimos a la casa mortuoria (…). Una gran cubre de damasco servía como cortina de fondo y las sábanas de lino se hallaban salpicadas de pétalos. Un cuadro con el Ángel de la Guarda presidía el conjunto. Los vecinos y familiares permanecían sentados en sillas tomando licores y pastas, mientras una madre lloraba desconsoladamente”. Y he aquí el intríngulis de la cuestión: la paradoja del drama de la muerte de una criatura con la celebración, precisamente, por su ascensión al cielo de manera inmaculada.
La iglesia de la aldea era la encargada de comunicar la muerte de un ‘albaet’. Ese niño que, libre de pecado, subía a lo más alto para convertirse en angelito. Lo hacía a través de un ‘toc a mort’, pero teñido de alegría, precisamente por esa razón. No se hacía el característico redoble de campanas como cuando desaparecía un adulto. No obstante, es precisamente un obispo, don Josef Tormo, de Orihuela, donde el ritual estuvo bastante extendido, quien solicita a la Audiencia de Valencia que “ponga orden” en ritos que “deben acomodarse, no a espacios de diversión festiva, sino a lugares donde debería haber lágrimas”.
La epístola enviada, en la que finalmente se pronuncia a su favor, detallaba: “En número considerable de estos pueblos se ha introducido la bárbara costumbre de los bayles nocturnos con motivo de los niños que se mueren, llamados vulgarmente ‘mortichuelos’ (…)”. Y así es como esta despedida de los muertos más ‘inocentes’, por su pronta edad, comenzó a desaparecer en el sur de Alicante y, por ende, en el resto del territorio donde se practicaba.