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la yoyoba / OPINIÓN

Todos los monstruos que habitan en mí

8/12/2017 - 

Hay buenas personas que cuando se ponen al volante se transforman en energúmenos que se saltan a piola las mínimas normas de urbanidad. No digo las reglas de circulación, que en la mayoría de los casos tampoco, sino las de cortesía. Es gente que se sube al coche y comienza a hincharse, a ponerse verde y aprieta el gatillo del claxon como un arma de destrucción masiva. 

Yo reconozco que cada vez me da más miedo convertirme en una “increíble Hulk” y no paro de mirarme en el retrovisor para comprobar que sigo teniendo el mismo color de piel con el que salí de casa. A salvo, en mi pequeño cascarón metálico de cuatro ruedas, me pongo muy malhablada cuando otro conductor se me pega al culo como una ventosa azuzándome para que pise el acelerador o me come a pitidos si me retraso en arrancar el coche. Jódete, le grito como si me oyera, y hago patente mi cabreo pisando el freno aun a riesgo de ser embestida por cualquier acosador vial de poca monta y muchos cilindros. 

Luego nos pitamos mutuamente y la cosa no pasa de ahí, pero ya no puedo dejar de pensar en los “Relatos salvajes” de Damián Szifron o en “El diablo sobre ruedas” de Steven Spielberg conmigo como protagonista. Lo de pilotar lo llevo mal pero ir de copiloto lo llevo peor. Libre de la responsabilidad de ir al mando de la nave soy un auténtico coñazo, no les digo más. Con todo el horizonte por delante, me convierto en un gps errático que predice lo que podría pasar y no para de dar órdenes, ras, sacando de quicio al conductor. Cualquier día mi marido o mi hija me abandonan en una cuneta. Yo creo que es por culpa de la mala leche que se ha ido acumulando en el coche. El otro día íbamos por la carretera de las rotondas que une Santa Faz con Sant Vicent del Raspeig. 

Una vía plácida, sin agobios de tráfico y muy transitada por ciclistas que prefieren circular en grupo por la calzada antes que ocupar el lugar que tienen reservado en 17 kilómetros de carril-bici por el que no pedalea casi nadie. Esquivas un pelotón, luego otro y otro más. Al cuarto, bajas la ventanilla y cual “sargento Moquillo” te pones a dirigir la procesión ciclista hacia el arcén improvisando un mitin sobre impuestos inútiles y accidentes previsibles. Una loca vociferando a la que no hacen ni caso. Me miro, y casi estoy verde. Luego el veneno se va extendiendo por el torrente sanguíneo y es difícil parar la hemorragia de mala leche. Vamos al cementerio. Literal, no metafórico. Unas obras mal señalizadas nos conducen al barrio aledaño, un lugar desolador, carne de crónica de sucesos. Calles sin asfaltar, charcos perpetuos, ropa tendida, transeúntes sordos a las bocinas, familias en zapatillas departiendo al sol. 

Y entre tanto desamparo urbanístico, grandes banderas de España colgando de las ventanas desconchadas, como una gran oda textil a la patria. La Hulk se vuelve a desmelenar. Envenenada como venía, bajo la ventanilla en un acto casi suicida y les pregunto por su nivel de masoquismo. Afortunadamente, me ignoran. No sé si a pie de calle sería tan osada. Debe ser por la sensación de impunidad que te da poder salir pitando de allí.  La misma valentía ficticia de quienes citan a los toros bien parapetados tras la barrera o tras el anonimato de una personalidad virtual. El día que tenga que bajarme del coche en plena transformación ya veremos cómo de valientes son todos los monstruos que habitan en mí. @layoyoba

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