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VALS PARA HORMIGAS / OPINIÓN

Somos los raros

29/03/2023 - 

ALICANTE. En la exposición de los guerreros de Xi’an inaugurada ayer en el Marq, la reproducción de un monolito muestra cómo el recién nacido imperio chino trató de uniformar el lenguaje. Sucede con frecuencia. Para los judíos que escribieron la Torá, germen de nuestro Antiguo Testamento, la multiplicidad de lenguas era un pecado terrible de soberbia, el camino emprendido por los humanos para independizarse de Dios y ponerse a su altura gracias a la Torre de Babel. Que debía ser destruida. 

No hace falta viajar demasiado, ni en el espacio ni el DeLorean de Marty y Doc, para atestiguar que Franco también impuso el castellano y prohibió el resto de las lenguas que, ahora, llevan el apellido burocrático y constitucional de cooficiales. El lenguaje es un arma poderosa. Es la cucharilla de café con la que se empieza a labrar el túnel por el que escapamos de la prisión de la tiranía. Y, salvo en el caso de los británicos que vienen a jubilarse al sol cerca del Mediterráneo, lo primero que escondemos cuando pretendemos perder nuestra identidad y camuflarnos en un entorno que no es nuestro.

Todo esto viene a cuento del Congreso Internacional de la Lengua Española que se celebra esta semana en Cádiz. Sí, disculpen, soy muy de retorcer los mapas. Es probable que vieran que el pasado lunes, Felipe VI se unió a la cajoneada con la que 64 percusionistas, entre ellos el monarca, abrieron el programa de actos. La anécdota está bien. Pero lo que es un prodigio es que Paco de Lucía decidiera en 1977 que un instrumento peruano, el cajón, se integrara en el flamenco, uno de los rasgos más distintivos de la marca España. Ahora parecen indisolubles, música e instrumento, pero en realidad son tan solo una muestra más de lo nutritiva que es la mezcla. Una vitamina social, la palanca con la que el ser humano levanta el mundo, como Arquímedes. El congreso gaditano está vertebrado por el mestizaje. Pueden imaginar por dónde voy.

Descubrí la verdadera dimensión del castellano, español, lo llaman allá, en una tienda de recuerdos del barrio de la Boca, en Buenos Aires, después de que un clon de Maradona –hay muchos Diegos distintos, este era el gordo con perilla- me propusiera ganar plata con mi evidente parecido a Joaquín Sabina, basado exclusivamente en mi acento y mi sombrero, no en mi fisonomía. La dependienta de la tienda, peruana, detectó inmediatamente mi origen. “Usted es español”, me preguntó. “Me has pillado”, contesté. “Es que ustedes hablan raro”, sentenció. 

En el ámbito global, los hispanohablantes sacamos pecho con la eñe. Pero lo que de verdad distingue a un español, y ni siquiera a todos, es el fonema [θ], el que representa a las letras ce y zeta en su sonido fricativo dental sordo. Como en cenicero o zarzaparrilla. Mi amiga Ana Cuadros se parte de risa conmigo y mi presunto ceceo, aunque vive a 10.601 kilómetros de distancia. Es capaz de mandarme un mensaje de madrugada solo para escucharme pronunciar palabras como sarraceno, por ejemplo. 

Entre los 600 millones de personas que compartimos la misma lengua, nosotros, que nos creemos sus dueños, somos los raros. Recuérdenlo cuando alguien se ría de un latinoamericano (o de un ciudadano de la Vega Baja, pongamos por caso) por su forma de hablar, cuando alguien sugiera que estudiar idiomas no sirve de nada, cuando alguien sostenga que el catalán y el valenciano no son la misma lengua, cuando cualquiera trate de imponer su visión política de la gramática. 

Babel era un milagro, ningún imperio impidió que en China haya cientos de dialectos diferentes, Franco no enmudeció la cooficialidad. El flamenco y el cajón peruano empastan a la perfección. En la mezcla, en los acentos, en las distintas culturas es donde nuestra humanidad pega el estirón.

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