Hay quien hace gala de un talento especial para sacar belleza al recuerdo y a eso a lo que llamamos el alma humana, para pulir y hacer aflorar las vetas y las vegetaciones que la jaspean. Peter
Orner es uno de esos especialistas. Sigo sin saber de ti, publicado por Chai Editora con traducción de Damián Tullio y un diseño excelente, es un viaje de espaldas en el que el autor recorre la familia, el vecindario, el país o sus lecturas observando esas formas que sin duda habrán perdido nitidez, pese a lo cual, o gracias a ello, puede permitirse construir relatos tan conmovedores como el que sigue: “Cuando empezaba el partido se ponía a dar consejos sobre la vida. Tienes que cortarte el pelo. Aprende español. Si van a quedarse con el país, tendrías que al menos poder comunicarte con ellos. Tienes que cortarte el pelo. Con los años se puso más tierno, se encogió, se volvió frágil y amable. Su chaleco de lana le colgaba como si fuera un fantasma llevando las prendas de otro. Déjate el pelo largo, decía. ¿Qué importa? Murió hace veinticuatro años. Mi impresión es que, considerando la historia del universo, veinticuatro años muerto parece poco tiempo. ¿Una muerte reciente entonces? ¿Me sirve eso de consuelo? ¿A lo mejor está otorgando préstamos en otra dimensión? Como dije, la gente lo amaba, tenía muchos amigos. Todos conocían a Sy. Lo único que pretendía era tener a su esposa a su lado. Al parecer, nunca la tuvo. Durante sus últimos años ella llegaba a casa y metía algo congelado en el microondas para cenar y comían en silencio sobre la mesa de cristal de la cocina, frente a una ventana. A esa hora en verano todavía era de día, de vez en cuando algún pájaro se posaba sobre el comedero y el señalaba y decía: Un pájaro. Ella asentía y decía: Sí, un pájaro”.
El tiempo, para Orner, es como una mesa redonda en la que todos los comensales convergen, un panóptico, una dimensión de todo menos lineal. En ella encuentra el sonido gutural producido obsesivamente por su hermano y que su padre denomina hoquetus satisfecho con la exótica sonoridad de la palabra que él cree acertada, llamadas a las que responde una tortuga protagonista de un relato brillante, orneriano, que quiere decir muy cuidado a nivel de estilo y construido a partir de asociaciones memorísticas que son suyas, y a la vez, de quien lee, como ese pájaro devastador que citábamos en el párrafo anterior. Es memorable también el breve episodio acerca del matón escolar, patrimonio nefasto de cualquier centro, que Orner exalta para a continuación compartir la crítica de un amigo que juzga su idealización hasta de lo más siniestro, como las palizas aleatorias en un túnel oscuro en el colegio, calificándola de nostalgia histérica. No le falta razón. Pero a Orner tampoco le falta honestidad para reconocerlo e integrar la crítica en la historia. La suya es probablemente la mejor forma de actuar en la página si hablamos de recuerdos.
Honesto es también el rabino que decide dedicarse a recoger fruta, y como el pájaro que desgarra el alma, nos arrastra a las profundidades del pecho ajeno el silencio en respuesta a esas cartas que llegan desde el frente y que se lamentan y dan título: sigo sin saber de ti. No cabe duda de que la nuestra es una época de nostalgia histérica. Desde la perspectiva actual, desde nuestra frustración y desencanto, los tiempos pasados fueron incuestionablemente mejores (lo cual es muy cuestionable, aunque difícil de demostrar a quien se ha convencido de ello). Los ochenta, los noventa, los dos mil reverberan ahora como décadas doradas en que las cotas de enfrentamiento actuales eran un fenómeno completamente desconocido, y en las que en general, las cosas iban mejor y éramos más felices. ¿Es cierto, había menos odio? Lo que había era menos altavoces. El odio supuraría en su plano oleaginoso habitual, pero no nos escuchábamos tanto. La mitad de lo que decimos en la era de la cacofonía no importa. El silencio es hoy un bien escaso. ¿Éramos más felices? Pero eso, ¿quiénes?