VALÈNCIA. Si algo define a esta sociedad disfuncional que habitamos es la hipocresía —también otros factores, claro, como la exaltación de la ignorancia—. La apariencia reina y campa a sus anchas, lo que importa es lo que parecemos ser en el inmenso catálogo de ficciones que es cualquier red social, esas en la que compartimos lo espectacular, la foto entre cincuenta, el éxito y no lo anodino. En estos entornos podemos ser lo que queramos: filósofos, emprendedores, expertos en seducción o acróbatas de lo absurdo, pero lo que por lo general acabamos siendo, viéndolo con la suficiente distancia, es una molécula más de una masa informe y cacofónica, que como el villano oleaginoso de FernGully, se arrastra supurando detritus y emanando miasmas altamente tóxicos que envenenan todo a su paso.
A día de hoy, al internet de las redes sociales no le queda ya apenas nada de lo esperanzador y utópico: dentro de estas cajas de eco trucadas se ha subvertido la idea de libertad hasta el punto de que ahora es sinónimo del egoísmo y la falta de escrúpulos más exacerbada (e incluso violenta), se ridiculizan certezas científicas demostradas hace siglos, se tumban gobiernos legítimos, se propagan conspiraciones con guiones tan delirantes como infantiles, se destruye a personas por el motivo que sea, se exalta el odio, y se gestan y ceban monstruos que luego salen del cascarón para gobernar un país y arruinar la vida y la cordura de millones de seres humanos. La verdad ha dejado de existir: solo existe el relato. Se propagan falsedades sin pudor alguno porque el objetivo es ganar por los medios que sean necesarios. No hay opiniones contrarias sino enemigos a los que destruir. El odio ha prendido tanto que se ataca por puro aburrimiento y por inercia, y en este sentido, el físico es uno de los motivos favoritos para los odionautas profesionales (es decir, cualquier señor sentado en la taza del váter con el móvil en la mano).
No es casualidad que enshittification, la mierdificación de internet, o brain
rot, la putrefacción cerebral que sufrimos cuando somos hipnotizados por las luces de colores y nos precipitamos en el scroll infinito, sean palabras del año. La cosa no está tan mal como parece sino muchísimo peor. Millones de personas creen que la poesía es cualquier obviedad emocional con la madurez de un preadolescente mientras la filosofía desaparece de los institutos. Y entonces, entre tanta riada de basura, se identifica un destello fugaz y uno hunde el brazo en la hediondez y saca algo: es un libro de María von Touceda, Cinco lorzas metafísicas, publicado por Hurtado y Ortega Editores. El tamaño invita a leerlo: se puede llevar en el bolsillo de una chaqueta como un manifiesto de los que en otros tiempos agitaban a las masas.
En sus páginas la autora nos pone frente al espejo y narra lo que vemos: una sociedad enferma obsesionada con el cuerpo propio y ajeno, incapaz de vivir en paz y entregada a las modificaciones corporales en pos de un espejismo estético que solo conduce a la frustración, a la ansiedad, a trastornos realmente peligrosos, y en última instancia, a la destrucción final y prematura del cuerpo que es el suicidio. Desde el deporte y la atención a la alimentación (algo a priori bueno) al consumo de Ozempic que desabastece a los diabéticos, pasando por la sorprendente popularidad de las maratones o la tremenda clientela de las clínicas estéticas. Touceda tiene un don para leer la realidad, entenderla y devolvérnosla en un ensayo cuyo tono es tan lúcido como cercano: casi parece que estemos sentados frente a ella en una mesa y que nos la esté contando, que estemos escuchando en lugar de leer: “¿Se es gorda o se está gorda? […] Estar cómoda con tu grueso volumen es algo inaceptable para algunos. Son los mismos que, en su empeño por condenar tus lorzas, decidirán atribuirte rasgos tan disparatados como falta de higiene, absoluta dejadez vital, depresión, abandono de ti misma...