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LA YOYOBA / OPINIÓN

Ruidos

2/02/2018 - 

La ciudad tiene el sueño frágil. Reposa en un duermevela inquieto, como un enfermo de desasosiego crónico incapaz de silenciar el runrrún de su consciencia aunque el reloj marque el toque de queda. Cuando los decibelios urbanos se relajan, salen a la superficie otros ruidos menores que crecen desmesuradamente durante las horas nocturnas reclamando sus minutos de gloria. La almohada se convierte entonces en un gran altavoz donde se escucha cómo suena la vida cuando todos duermen.

El goteo de un grifo en el cuarto de baño se transforma en un cañón implacable que ataca el tímpano de los insomnes. El llanto de un bebé que vive cuatro pisos más abajo se coloca en primer plano sonoro sin que puedas apagarlo de un manotazo. La nevera se desquita con el televisor que le roba el protagonismo durante el día y comienza a pitar solo por fastidiarte. Algún mosquito superviviente del último verano se ceba en la oreja que tienes al descubierto como un enemigo despiadado que tortura a sus víctimas robándoles el sueño. Unas sirenas se oyen a lo lejos. “La muerte pasa en ambulancias blancas”, te pones a tararear mentalmente mientras intentas adivinar si es el SAMU, la policía, los bomberos o todos a una. El ascensor es el chivato de la finca durante la madrugada. Midiendo el tiempo que tarda en llegar a su destino se puede saber de qué piso le han llamado. Si alguien llega o se marcha. Si van a trabajar o vuelven de juerga. Solos o en compañía. La ecuación se resuelve más fácilmente cuando se suman otros factores. El ruido de la ducha, por ejemplo, un taconeo trasnochado que sucede a un vocerío que sube en espiral desde la calle o un reguetón recalcitrante que se escapa de un coche en marcha con las ventanillas bajadas.

La ciudad tiene su propio sonido ambiente nocturno que se expresa a voz en grito o sotto voce. Cuando hay epidemia de gripe se vuelve muy ruidosa. Proliferan las toses, los ronquidos extramuros, en la habitación de al lado o en tu misma cama. Cuando las luces se apagan, los muebles dialogan a golpe de crujidos ininteligibles que hay que desentrañar para dejar expedito el camino al sueño. Un lenguaje misterioso de muchas voces al unísono. A veces es el viento que tropieza con las persianas o saca de quicio una puerta mal cerrada. Otras, el camión de la basura o el de los envases de vidrio que pasan cantando la traviata por las calles. Y luego está twitter que no tiene horario ni fecha en el calendario o mensajes extraviados que encuentran su destino mal y tarde.

Esos son solo ruidos físicos, contables y objetivables, que se pueden paliar con tapones en los oídos o asumirlos como inevitables. Los que realmente impiden dormir son los otros ruidos. Los que te embarullan las sábanas mientras repasas el time line del día que acaba. Las cacerías de  “puigdemones”, los trolls que envenenan todas tus pantallas, las caretas idénticas de quienes se creen diversos, las chirigotas publicitadas y las que no, las clases que no has acabado de preparar, las puñaladas barriobajeras de compañeros de oficio y políticos afines, las pequeñas conspiraciones cotidianas y las de alto secreto de estado, las palabras que cobran nuevos significados cuando les das una vuelta de tuerca, lo que debiste decir y callaste por cobardía. Esos ruidos no desaparecen cerrando el grifo que gotea. Habría que resetear. Y cuando por fin el sueño te vence, oyes al portero con su máquina infernal empujando hojas o suena la alarma del móvil a la siete en punto. @layoyoba

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