El sector turístico en la Comunitat Valenciana vive uno de sus mejores momentos. Las cifras hablan por sí solas. A las mejoras de los destinos, no debemos olvidar otro elemento: el cambio climático y sus consecuencias, que los empresarios y expertos vienen hablando de ello. El turismo se desestacionaliza a marchas forzadas. Los buenos índices de ocupación de los últimos meses del año y los primeros de esto van camino de convertir al Imserso -que lo puso en marcha el entonces ministro Joaquín Almunia como ministro de Trabajo allá por los años 80- en un debate casi anecdótico (cosa que no debería porque el Gobierno debería ser el primer interesado en ofrecer unas condiciones mejores a los hoteles).
Este otoño que vivimos en pleno invierno está transformando al turismo. No en el modelo de negocio, que es para todos igual, sino en el impacto del negocio en otras épocas del año, como está sucediendo. Además de los datos de ocupación, las cifras del aeropuerto hablan por sí solas. Ya lo expuso este viernes la directora del aeródromo, Laura Navarro, en su conferencia en la jornada de la Asociación Provincial de Hoteles de Alicante. El aeropuerto ya considera el invierno como temporada alta por los flujos que mueve. Noviembre y diciembre con un millón de pasajeros. Además de la retahíla de datos que dio, lo más interesante de la exposición de Navarro fue conocer de primera mano las medidas que implementa cada jornada el aeropuerto para convertirse en un edificio sostenible y obtener la mejor eficiencia energética posible.
Disfrutando de estos buenos resultados, sobre todo, fuera de las temporadas habituales, lo normal es que los representantes del sector se adelataran a otros debates, algunos ya abordados, otros por ver su impacto. De seguir así vamos camino de plantearnos qué pasará con la temporada alta de toda la vida, la de julio y agosto. En su día, los propios hoteleros también pusieron sobre la mesa que el calendario escolar se ensanchara para que las familias tuvieran alternativas para disfrutar de sus vacaciones, y de paso, que los hoteleros diversificaran sus meses posteriores y anteriores a la temporada alta. De momento, esa conciliación entre las obligaciones laborales, las escolares y ahora las climáticas se conjuga como puede. Para los europeos, su invierno se ha convertido en nuestro otoño -por no decir verano-; para los españoles, además de las obligaciones de toda la vída, el nuevo escenario climático nos está llevando a destinos del norte (aquneu el verano también aprieta en Europa)
Si fuéramos un país de grandes consensos, ya deberíamos tener ese debate sobre la mesa: abrir otras ventanas temporales para que las familias pudieran disfrutar de sus vacaciones más allá de julio y agosto. Si en su propósito de reducir la jornada laboral, si Yolanda Díaz fuera más un poco más inteligente, debería sentar a los grandes operadores del comercio en una mesa para que, por lo menos, de lunes a jueves, las grandes superficies cerraran las 20 horas. Ganarían todos, estoy seguro. Hasta las empresas. Pero para eso hace falta política con mayúscula, no golpes de efecto.
Si de verdad la clase política estuviera en adelantarse a los acontecimientos, estaríamos en eso: tomar decisiones para adelantarse a los problemas del presente. Las decisiones ya no son buenas o malas independientemente de quién la tome; son buenas o malas, sobre todo, por quién las toma. Este otoño en invierno, además de confirmar este trastorno climático, no debería ser óbice para tomar decisiones, pese a los beneficios que está generando en la industria de la felicidad, que es el turismo. El sector lo sabe, y posiblemente, la clase política también. Pero claro ponerle el cascabel al gato supone traicionar lo que has prometido (no poder cumplir lo que has prometido porque la propia ley no te deja). Ya se sabe que las transformaciones las marca el mercado (en el caso del turismo o la industria, también el contexto geopolítico), la legislación y en un futuro no muy lejano, por no decir el presente, el cambio climático. Para muestra, un jersey de lana.