SILLÓN OREJERO

El noble arte de buscar tesoros en la basura

Maiklem forma parte de la legión de buscadores de objetos en el río Támesis. Como tiene marea, en bajamar deja al descubierto cantidades inimaginables de objetos removidos del fondo. Desde bienes de consumo cotidianos, como botellas de Coca-Cola con esvástica, a herramientas prehistóricas e incluso un diente de tiburón extinguido hace millones de años. Ha reunido todo su conocimiento en un ensayo y se queja de los buscadores

9/01/2023 - 

VALÈNCIA. Para mí fue casi un trastorno. Era niño, fui con mi padre a la Casa de Campo de Madrid. En esa época, a mediados de los 80, todavía era fácil distinguir las trincheras, además de los nidos de ametralladoras. El hombre se puso a escarbar y encontró unos trozos de metralla, uno de ellos se veía claramente que era la parte superior de una bomba de mano. A mis seis años casi me da un infarto. Encontrar algo de la guerra real, ahí al alcance de cualquiera, me pareció demasiado espectacular. 

No necesariamente por ese momento, pero toda mi vida he sido muy de buscar mierdas. En los descampados también aparecían objetos inverosímiles. En Malasaña, antes de ser lo que es ahora, no era extraño encontrarse con que alguien había muerto y sus pertenencias y vestuario estaban en la basura, normalmente en escombreras de obra. Aún puedo escuchar los gritos de mi madre cuando se encontraba por la mañana que había vuelto a casa con enseres de alguien que posiblemente había fallecido. Y la cosa podía ser peor, unas amigas mías góticas, antes se decía siniestras, conservaban escondido en el parque Claruja de Hortaleza un hueso que aseguraban procedía del cementerio parroquial de la Alameda de Osuna, donde los duques del mismo nombre enterraban a sus sirvientes, y en el que nos hemos sacado fotos todos los adolescentes de obediencia satánica de los años 90 en diez kilómetros a la redonda. E igual con las revistas. Antes de Internet, cuando la cultura visual era un bien escaso y codiciado, no había taco de revistas que me encontrara en la basura al que no le echase un ojo. Como tuvieran más de cinco años ya eran un tesoro digno de conservar. 

Todo esto que les cuento es cutrerío fino por mi parte, del que no me avergüenzo en modo alguno, pero lo digo para que entiendan por qué me ha emocionado el libro Mudlarking que ha publicado en castellano Capitán Swing. Su autora, Lara Maiklem, es una obsesa de buscar mierdas, pero a niveles que podríamos definir como profesionales. Tal y como lo explica en su ensayo, no se limita a recoger lo que encuentra, sino que luego va a la hemeroteca y los archivos de la ciudad para catalogarlo y ponerle fecha. 

Claro que ella parte con una gran ventaja, su campo de acción es el río Támesis, en Londres. Como tiene mareas, cuando está baja se puede acceder a lugares donde los movimientos de tierra descubren tesoros de todas las épocas; todas, sin exagerar. Ha llegado a encontrar el tapón de un ánfora romana que fue colocada en Nápoles entre el siglo II y III antes de partir hacia Londres. Otros tapones de botellas con los que ha dado tenían una esvástica dibujada, pero es que así se vendía la Coca-cola y la Carlsberg antes de que el Führer desatase el terror. 

También tiene cartas de amor, anillos de boda, dice que muchas veces se siente incómoda, como si estuviera penetrando en la vida de otros. Tiene el pudor para ocultar que eso es adictivo, aunque el día que se encontró una urna con las cenizas de un muerto igual no tuvo que obtener mucho placer. 

De todo lo que cataloga, lo más sorprendente de todos los hallazgos, algunos prehistóricos, como sílex mesolíticos, quizá sea un diente de tiburón. Acudió con él al Museo de Historia Natural y le dijeron que pertenecía a un tiburón blanco gigante extinguido hace tres millones de años. 

Ella cuando busca tiene su propio código de honor. Coge solo lo que ve, no escarba. Por lo que cuenta, es bastante frecuente el caso de hombres que van a buscar objetos con detectores de metales y palas. Claro que en lo que ellos se centran es en metales preciosos o cualquier cosa que pueda tener valor. Muchas veces han aparecido diamantes, perlas y esmeraldas, aunque dudo que encuentren más que los que hacen lo mismo en nuestras playas después de que decenas de miles de turistas se hayan emborrachado perdiendo monederos y joyas por los cientos de kilómetros del litoral. 

No obstante, no se trata de una búsqueda sin ley. En teoría, tienen que avisar al juez de instrucción local de todos los objetos de valor que encuentren porque pertenecen a la corona o al ayuntamiento. Se considera tesoro a todo lo que tenga una antigüedad superior a 300 años o si un mínimo de un 10% de su peso está elaborado con metales preciosos. Todo tiene que quedar constatado por si un museo lo reclama. 

De hecho, solo ponerse a buscar requiere permisos. Con el estándar se puede excavar unos 7,5 centímetros, con el avanzado se puede ir hasta uno o dos metros en zonas autorizadas. La realidad, se queja ella, es que la gente destroza las orillas cavando. Por eso se intenta controlar esta afición que empezó a desarrollarse en los años 70 y puede causar daños. 

Originalmente, ella que es de pueblo, dice que hacía lo mismo en un lago que tenía cerca de casa. Buscaba animales, insectos y cualquier cosa que pudiera encontrarse. Cuando luego vio que el Támesis le daba más de sí, llegó a obsesionarse hasta el punto de llegar tarde a citas si la marea estaba baja o salirse del cine porque le coincidía la bajamar con la mitad de la película. En este ensayo simplemente se dedica a compartir no solo los objetos, sino las historias que hay detrás de ellos, lo cual es realmente interesante, por todo lo que los objetos cotidianos pueden contar sobre nosotros, que es prácticamente todo. Como por ejemplo, las pipas. Si ahora con la inscripción de un mechero podemos saber de qué pie cojea alguien o donde compra, eso pasaba antes con las inscripciones que había en estas, también con motivos políticos. No se trata de las pertenencias de los reyes, sino de la gente común, eso es lo mágico. Ahora bien, de unos años a esta parte, la mayoría de lo que hay es plástico. Según denuncia, los plásticos están cambiando la geografía del río y no se irán en miles de años a menos que se limpie. Como dijo en una entrevista en The Guardian, ha aprendido a leer el río, pero los del futuro tendrán que leer el plástico. 

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