VALÈNCIA. Jamás en la vida pensé que Chantal Akerman iba a estar un día en boca de todo el mundo. Es como si me dicen que el año que viene será trendy Alain Tanner. No es que yo fuese un admirador rendido de Akerman y ahora me enfade porque es de dominio público, pero simplemente me extraña. No es ese arrebato egoísta tan habitual en eso que llaman la cultura, que no es más que una liturgia hueca, un sistema de consumismo y un esquema para marcar clases, como los polos Lacoste para un sector de la sociedad hace unas décadas.
De hecho, había visto la película Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles poco antes de que la incluyeran en una lista como mejor película de la historia y se creara tanta expectación. Sinceramente, me pareció un film plúmbeo e insufrible y, al mismo tiempo, una expresión de una precisión escandalosa. Para mí, verdadero arte punk. Eso sí, del modo en el que estamos construidos audiovisualmente, cada vez menos capaces de soportar diferentes lenguajes cinematográficos, es una película difícil de ver. No admitirlo es de ser bastante snob.
No obstante, eso no quiere decir que seguramente quienes hayan recibido ahora el mensaje feminista de Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles no se hayan podido sorprender con la versatilidad del medio para expresar muchas cosas de diferentes maneras. Es cierto que quien no haya vivido el fenómeno de las amas de casa le costará entender lo que se plantea en esas escenas tediosas, nunca podrá apreciar en su totalidad las consecuencias de la esclavitud y la anulación de la personalidad que sufrían estas mujeres, pero también es cierto que por algo se empieza.
A mí, de Akerman hay un documental que me gusta más que esa película. Es News from home, rodado en 1977. También pone a prueba al espectador que espera una historia con presentación, nudo y desenlace, a poder ser moralizante, y que se desarrolle con agilidad y sorpresas o golpes de efecto. Este documental se trata simplemente de escenas de Nueva York intercaladas con la lectura de cartas que la madre de la directora le enviaba a su hija durante el periodo que vivió allí.
Con esos textos no siento nada, entiendo la lírica de la idea, pero me da un poco igual, lo confieso. Sin embargo, me quedo mirando hipnóticamente las escenas de esas calles. Nueva York y Los Ángeles fueron las grandes metrópolis de la cultura anglosajona en la que hemos crecido, colonizados o inmersos por el motivo que sea, pero bajo su influencia. Para mí ver un señor con rockys y calcetines hasta la rodilla ir hacia su casa después de, quién sabe, haber hecho jogging tal vez, o quizá cruising, no podemos saberlo, es algo que me fascina. La negrura de esas calles, en aquella época muy decadentes, me parecen un cuadro digno de museo en cada encuadre.
Esa Nueva York oscura es la que estaba a punto de ser engullida en la segunda mitad de los ochenta y años noventa. Todo el proceso de gentrificación que estamos conociendo aquí, allí se manifestó como un tsunami. Antes, había alquileres baratos y media ciudad se encontraba en un estado ruinoso. La delincuencia campaba por sus respetos, al igual que la droga y la prostitución, y no es que haya que romantizar todo eso, pero es precisamente por lo que es es emocionante de ver. Por toda la cultura popular que emanó de un espacio tan conflictivo socialmente y a la vez tan activo y tan dinámico, básicamente porque permitía una subsistencia menos esclava que ahora a la gente joven, que gozaba de más autonomía e independencia. Entre ruinas y miseria, sí, pero dejar jóvenes sueltos tan pronto da lugar a esa efervescencia artística. O al menos así fue allí.
Esas calles que aparecen, justo en ese año, 1977, son las que fascinaron a un Spike Lee en Summer of sam. De esos escaparates llenos de publicidad con miedo al vacío, en esa suciedad y mugre en cada rincón, entre toda esa gente se gestó la escena punk y nuevaolera que luego, mutatis mutandi, prendió en Londres y conquistó el mundo. En esos barrios que se ve que huelen a comida rápida ingerida a deshoras había una escena de música latina impresionante. Al mismo tiempo, la cultura disco había despegado a raíz del conocido incidente de la cultura de pinchar música en fiestas improvisadas y el periodista que hizo un artículo sobre ello inventándose cosas. Como era inglés, se imaginó que Nueva York tendría algo parecido a la escena mod que el recordaba de Gran Bretaña y el texto tuvo tanto éxito que se puso de moda lo que contaba sin que en realidad existiera antes.
También es realmente encomiable que Akerman, durante su estancia en Nueva York, decidiera capturar la ciudad sin pretensiones. Atrapar el entorno en el que vivía. Simplemente, contemplarlo. La gran obra maestra de Agnes Varda para mí siempre fue Daguerréotypes, un documental en el que simplemente explicaba su barrio. Eran pequeñas entrevistas y encuentros con sus tenderos y comerciantes y fácilmente dejaba ver cuál era el mar de fondo de todas esas personalidades y relaciones.
Aquí el discurso de Akerman es mucho más ambiguo. Se habla de su melancolía, alejada de su hogar, del efecto de las cartas de su madre, triste por no saber de su hija, y al mismo tiempo de la gran ciudad impersonal, llena de personajes que van y vienen mirando al suelo o trabajan como autómatas en sus negocios. No obstante, esa visión reaccionaria de la urbe a mí no me llega. Me quedo más asombrado por los ingredientes de gran Babilonia llena de gente de todo tipo y condición, tan diferentes e indiferentes entre sí. Un lugar al que presta huir para ser anónimo, es decir, libre.